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Fecha de publicación: Abril de 2004
Los monstruos buenos
La naturaleza de los monstruos del cine sigue las concepciones primitivas de maldad y monstruosidad... pero ¿son estás inmutables? Sara Rodríguez Mata
La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo,
y el más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.
Lovecraft
Los
monstruos del cine de terror han sido siempre feos porque como encarnadores
del mal, son antagonistas de la belleza. Esta deformación es la base de la pérdida
del rostro, como bien apunta Aumont, quien recuerda una frase de Bazin a colación
de la película de Buñuel Los olvidados (1950): «los rostros más repulsivos
no dejan de ser a imagen del hombre». La deformación, por el contrario,
apunta al monstruo, al no-humano, con riesgo de tener que recurrir, a veces
a un fantastique de pacotilla para encontrarlo. 1
Para Román Gubern, la monstruosidad es una categoría de la anormalidad. Lo
normal inquieta y asusta, especialmente cuando se trata de la grave anormalidad
que comúnmente llamamos monstruosidad. Así, como ejemplo cita uno de los personajes
más famosos de la historia del cine, el monstruo de Frankenstein, el cual, originalmente
es «bueno», desde el punto de vista psicológico y moral, pero cuya
anormalidad física suscita una aversión hacia él, que acaba siendo responsable
de su soledad y de sus ulteriores maldades. En definitiva, el monstruo de Frankenstein
acaba convirtiéndose en criminal como causa de su monstruosidad. 2
Si nos remitimos a la categoría que establece Gubern, quien se atiene a las
características físicas, podemos considerar que se es monstruo por: ser invisible
(The Invisible Man, 1933), o por ser demasiado pequeño (The Devil Doll, 1936;
The Incredible Shrinking Man, 1957), o por ser demasiado grande (King Kong,
las hormidas de Them!, 1953), o por ser mitad hombre y mitad animal (los diversos
hombres-lobos, la mujer pantera de The Cat People; The Fly, 1959), o por poseer
poderes parasicológicos (Carrie, 1976), etc.
Títulos como House of Frankenstein (La zíngara y los monstruos, 1944), Phantom
of the Opera (El fantasma de la ópera, 1943) y Man-Made Monster (El hombre que
fabricaba monstruos, 1941), demostraron que son un gran recurso para hacer películas.
Freaks
(La parada de los monstruos, 1932) de Tod Browning. Una película plagada
de los más extraños monstruos: seres deformes, mitad hombre, mitad animal. Personajes
tan escalofriantes como la mujer gallina o el hombre con forma de tronco humano
pueblan esta representación de la conciencia humana escindida.
Pero estos primeros monstruos del cine, también tenían su corazoncito y pronto
sucumbieron a los encantos de las bellezas que las grandes productoras de Hollywood
pusieron. Pero estas señoritas ni les correspondieron ni entendieron su dolor
y mucho menos las raíces de su odio. Nada que ver con los monstruos y las versiones
que de los mitos clásicos sacó en la década de los noventa el cine, en el que
las bellas se enamoran de los monstruos como en el caso de Eduardo Manostijeras
o en el caso del Drácula de Gary Oldman.
Otra de las cosas que llaman la atención sobre el aspecto de la monstruosidad
en el cine de terror, es que la mayoría de los monstruos son hombres, o si se
le quiere llamar de otra forma, monstruos de género masculino; eso sí, salvo
contadas excepciones como en el caso de La parada de los monstruos, donde la
monstruosidad no diferencia entre géneros - y ésta, incluso, llega límites insospechados
-, o en Cat people (La mujer pantera, 1942) de Jacques Tourner, en la que este
bello animal es interpretado por otra bella actriz.
Luego, obviamente, cuando ya se asentaron los mitos, Hollywood buscó y creó
- siguiendo el ejemplo de Yahvé con Adán-, bellas compañeras a Drácula y Frankenstein.
Y así, en las siguientes versiones encontramos títulos como Bride of Frankenstein
(La novia de Frankenstein, 1935) de James Whale, Creature of the Black Lagoon
(La mujer y el monstruo, 1953), The Invisible Woman (La mujer invisible, 1941),
etc.
Pero, de entre todos los monstruos y licántropos, el personaje del jorobado
es probablemente uno de los que más entrañables, gracias -en parte- a la factoría
Disney que lo dotó de un enfonque políticamente correcto. Sin embargo, las buenas
películas de monstruos son las que plantean la hipótesis de que todos, de alguna
manera, llevamos al monstruo dentro.
The
Hunchback of Notre Dame (El jorobado de Nuestra Señora de París, 1923) de Wallace
Worsley. Es un perverso espectáculo sadomasoquista, cuyos momentos cumbres
son las exhibiciones de crueldad y dolor, físico y mental: la injusta flagelación
pública de Quasimodo no resulta tan dolorosa, quizá, como la humillación de
que, para llevarla a cabo, se exhiba impúdica y públicamente el deforme cuerpo
del jorobado. Por ello, por las traiciones que sufre, por las burlas y, también,
por la imposibilidad de su amor por Esmeralda, compartimos después con él las
alegrías de la masacre.3
Quasimodo, personaje interpretado por el genial Lon Chaney, es mucho más que
ese "pobre monstruo" que hace suspirar con pena cuando muere heroica o trágicamente.
De hecho, la genialidad de Chaney es hacer que todos nos sintamos Quasimodo
no sólo por simpatía con su tragedia, son su miseria...sino por empatía con
su odio, con su furia, con su afán de venganza. Y como muy bien dice Jesús Palacios,
«lo cierto es que Lon Chaney sacó a la luz de las cámaras el rostro deforme
que todos llevamos dentro. Ese "yo" dolido, humillado, golpeado por unos o por
otros, por la naturaleza o por la sociedad, por la infancia o por la pubertad,
por nuestra familia o nuestros amigos, y proyectando su violento resentimiento
sobre tortuosos maquillajes imposibles, sobre personajes cuya deformidad física
no es mayor que la deformidad moral de quienes le rodean y condenan, creó un
arte único que, de hecho, pereció con él. Nos mostró que todo rostro humano
contiene en sí una gárgola.» 4
Los mitos señalados han sido objeto, a lo largo de la historia, de gran cantidad
de valoraciones e incluso de claras manipulaciones. Así, y casi siempre, en
sociedades fuertemente estratificadas se ha justificado el papel jugado por
el representante del poder, sin preguntarse ni tan siquiera por las razones
que podían mover al rebelde a comportarse como lo hizo. Por lo que las frecuentes
deformaciones han estado basadas en presentarnos a rebeldes, vencidos y humillados,
para que sirvieran como ejemplo didáctico o moralizador.
Una clara manipulación del mito frankensteiniano la encontramos en alguna de
las versiones que de él se han realizado. Incluso en la primera película de
James Whale, Frankenstein (1931), que es la más fiel a la obra de Mary Shelley,
y también en la segunda película del mismo autor La novia de Frankenstein (1935),
el monstruo se presenta dotado de una maldad innata (explicada por una confusión
de cerebros ocurrida a la hora de su construcción). Este simple dato, aparentemente
sin importancia, constituye sólo una muestra de las violaciones y mutilaciones
que ha sufrido la obra de Mary Shelley y tantos otros mitos. Es decir, al espectador
llega una imagen totalmente falsa de la criatura del científico, ya que si Mary
Shelley intentaba mostrar cómo una criatura bondadosa por naturaleza puede llegar
a convertirse en un asesino a causa del repudio de su creador, de los malos
tratos recibidos por doquier, la marginación y exclusión social a la que se
ve sometida a causa de su físico deforme, al mezclarse o suprimirse todas estas
razones, desaparece toda la carga crítica de la obra y concluye con una tesis
completamente opuesta a sus planteamientos. De esta forma, la maldad innata
del monstruo justifica la inmediata destrucción del mismo. Si el monstruo es,
además, un rebelde, la justificación es mayor, pues se refuerza el estereotipo
tradicional de que «todo rebelde es malvado por naturaleza y, por consiguiente,
debe ser destruido sin piedad». Así, como apunta Gubern, quedan a salvo
la arbitrariedad de una sociedad como la que se deja entrever en la novela,
que después de atacar, menospreciar y torturar injustamente a una pobre víctima
(por el solo motivo de su fealdad) no comprende cómo ésta, después de haber
soportado estoicamente todas estas vejaciones, lanza su desafío contra los humanos.
¿Se puede acusar al monstruo, acaso, de haber sido injusto? ¿No será más bien
la sociedad la que se ha comportado injustamente con él? 5
1 AUMONT, El rostro en elcine, Barcelona, 1998, Ed. Paidos Comunicacion Cine,
p. 157
2 Gubern, R. y Carot Prat, J., Las raíces del miedo, pág. 39
3 Palacios, J., El jorobado de Nuestra Señora de París, en "El cine fantástico
y de terror de la Universal", Ed. Donostia Kultura, San Sebastián, 2001, págs.
325-326
4 Idem, pp. 327-328
5 GUBERN, R. Y PRAT CARÓS, J. , Las raíces del miedo, Barcelona, 1978, Ed. Lumen,
págs. 119-120
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