Seccion: Cronicón (Lecturas: 2687)
Fecha de publicación: Abril de 2009
Onibaba
Una de las cimas del terror japonés metafórico, es una incontestable obra maestra de Kaneto Shindo. J.P. Bango
Siglo XIV. Japón sigue enfrascada en una interminable guerra civil.
La madre y la esposa de un soldado desaparecido en la contienda subsisten en
mitad de la nada robando las armaduras de los samuráis que se extravían
en las ciénagas con el fin de canjearlas por comida. El asentamiento
de un desertor en las inmediaciones trastocará las relaciones entre ambas
mujeres, poniendo en riesgo de desequilibrio su status quo.
Nobuko Otowa y Jitsuko Yoshimura: suegra y nuera frente a frente
Definida por su minimalismo conceptual (dos cabañas, una selva de juncos,
un hondo agujero en mitad del campo y una máscara de facciones demoníacas),
Kaneto Shindo construye una parábola sobre la Guerra y sobre los demonios
internos que la alimentan, travistiéndola de un triángulo amoroso
cuyas aristas persiguen no tanto satisfacer sus deseos más primarios,
el amor, el sexo o la necesidad de otro, como alguno de los personajes quieren
creer, sino la supervivencia en un entorno abiertamente hostil, decididamente
enfermizo. Se sirve, pues, Kaneto Shindo de estilemas de carácter alegórico
para contarnos una historia de horror y de sexo, adicionalmente preñada
de la misma podredumbre moral que exudan los personajes por todos sus poros
en una sociedad cuyos principales bastiones (económicos, sociales y éticos)
han quedado arruinados por una pertinaz reyerta bélica. En este contexto
umbroso, regresivo, los hombres terminan convirtiéndose en bestias mientras
acechan, hambrientos, a sus víctimas escondidos entre los cañaverales.
Shindo propugna desde la independencia (no en vano, su grupo de trabajo, denominado
Kindai Eikyö, se revela paradigmático en este sentido en el Japón
de los sesenta) una alternativa en formato de horror bélico a lo que
el gran Masaki Kobayashi refiere en su célebre "Trilogía
sobre La Condición Humana", también en términos
auto-críticos (una constante manifiesta en el cine japonés de
los años cincuenta y sesenta). La economía de medios, sin embargo,
lejos de aplacar las pretensiones de Onibaba va a delatar la profundidad (y
sentido) de su carga simbólica.
Jitsuko Yoshimura y Kei Sato: el cortejo
Todos los personajes se sienten víctimas de la guerra, en fin, pero a la vez se aprovechan de ella mientras exorcizan sus demonios bajo la tempestad no ya buscando una reparación económica que les aparte de la miseria, sino moral al convertir sus ejecuciones en un puro acto de despecho. El horror, epítome de referencia en la película, no forma parte de una estancia sobrenatural, como ocurriría en una kaidan eiga al uso, sino que surge del interior de uno mismo y se proyecta en el conjunto de sus acciones. En este sentido, si el horror es el primer síntoma de la guerra, el hombre se revela su más cruento e impertinente valedor; es la condición humana, entonces, parte y causa de su propia tragedia. En consonancia, en tanto que hombres los protagonistas son cómplices de la propia eclosión de un horror cuyos principales resortes algunos de estos personajes tratarán de compensar entregándose al sexo.
La
tensión sexual, otra constante en la carrera de Shindo (p.e. Akuto,
1965), subyace en la totalidad del relato con parecidas intenciones a las pergeñadas
por Hiroshi Teshigahara en la magnífica La mujer de las dunas, película
coetánea a Onibaba (1964). Lo hace desde una perspectiva insólita
en el cine de terror de los años sesenta en tanto el sexo no deriva de
una tensión erótica sino de un deseo más hondo, expresado
aquí en términos de manumisión. El sexo no es una herramienta
mediante la cual se pueda conseguir un fin crematístico, como sí
lo será en Kuroneko (1968), sino una vía (¿revolucionaria?)
con la que los personajes se rebelan buscando un refugio liberador allí
donde de otro modo solo encontrarían desesperación, hambre y ruina
social. La sexualidad se asimila, desde este punto de vista, a una reacción
natural que tiene que ver más con la supervivencia que con el placer.
Es un medio de rebelión y también una medida paliativa que los
personajes expelen para soportar su propia existencia en un hábitat,
de veras, insano donde el folclore y, fundamentalmente, los elementos supersticiosos
que lo definen, no solo van a formar parte de la idiosincrasia de los habitantes
de la marisma sino que permanecen enraizados en su conciencia moral. Esta perspectiva
nos sugiere, de hecho, que el sexo es la llave que utilizan sus protagonistas
para poder burlar dicho miedo (en nuestro caso, lo representa el deseo de la
mujer joven de ignorar la presencia del demonio enmascarado en mitad de la noche
para poder yacer con el amante).
Como ocurre con La isla desnuda, la cámara forma parte del paisaje,
incluso se funde con él. No adjetiva sino observa cómo los personajes
se degradan fruto de sus pulsiones más primarias. La mirada de Shindo
no admite ningún vínculo con la condescendencia; antes al contrario,
evita el plano general para subrayar el carácter claustrofóbico
del todo. La marisma se presenta en la pantalla, pues, como un ente inacabable
del que es que es imposible escapar. Las vidas de los personajes, en fin, viven
en ese entorno asfixiante y, a la vez, forman parte de él; son realidades
indisociables. La constante presencia de un pozal (la tumba donde van a parar
los restos de los muertos) en mitad de ese mundo entrópico va a revelar
la estructura circular de un universo que no tiene principio ni final, ni puede
traspasarse. No hay metáfora más desoladora cuando uno habla de
la existencia; más aún, de su inexorabilidad.
Una pregunta flota en el aire: ¿cómo puede ser hombre un guerrero?,
cuya respuesta es capaz de transformar el gran Kaneto Shindo, en una incontestable
obra maestra, Onibaba, la cima del cine de terror japonés en su
modalidad metafórica.
J. P. Bango
Nota: El cine de Kaneto Shindo fue objeto de homenaje en la pasada edición
de Retroback con la programación de dos de sus obras más reconocidas:
La isla desnuda (1960) y Kuroneko (1968).
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