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Fecha de publicación: Abril de 2010
Terror religioso
Terror implica la más de las veces sobrenatural, más allá, ultratumba... cuestiones relacionadas con los espíritus, el alma, todos temas de dominio de la Religión... especialmente la católica. Carlos Díaz Maroto
Nota aparecida originalmente en el Libro de Oro Cinefania 2009-2010
* Carlos Díaz Maroto: Director de Pasadizo.com
Hasta cierto punto, terror y religión
han estado siempre indisolublemente
unidos. Una de las armas que ha
usado la religión (centrémonos en
la cristiana, que es la que mejor
conocemos) ha sido el terror
implantado al creyente, el miedo al
castigo divino o a la representación
del Mal que ha ofrecido la Iglesia a
través de sus siglos de existencia.
Durante la Edad Media, la
Inquisición ejerció su poder con
mano férrea, penando a los teóricos
culpables de herejía con castigos que
parecían provenientes del Averno.Y
precisamente, esa mitología infernal
arrojaba imágenes terribles que
provenían de la Biblia, y después
recuperada por Dante Alighieri en
su obra La divina comedia (1304).
Cuando nació la literatura gótica,
precedente de la moderna literatura
de terror, los miedos ancestrales del
ser humano quedaron representados,
con apariciones espectrales por un lado (el miedo a la Muerte, el otro
temor ancestral del ser humano),
pero también con el mal satánico,
como ejemplifica la excepcional The
Monk (El monje, 1796) de Matthew
Gregory Lewis.
Haxan, o el grotesco atractivo del DiabloEl cine, desde casi su mismo nacimiento, se sintió también interesado por las figuras que había creado la religión católica con el fin de provocar temor. Si los hermanos Lumière fueron los inventores del cine como técnica (y sobre eso aún hoy día hay discusiones), de lo que no cabe dura es que Georges Méliès fue el inventor del cine como arte. Sus primeras obras de finales del siglo XIX e inicios del XX ofrecían al diablo más como una figura guasona y lúdica que como una representación del Mal con mayúsculas. Cintas como Le manoir du diable (1896), Le chaudron infernal (1903) o La damnation de Faust (1903) mostraban diablillos revoltosos que brincaban y aparecían y desaparecían por medio del recién descubierto trucaje del paro de imagen.
Las primeras imágenes en que aparece el diablo para representar miedo quizás pudieran ser las de la excepcional Häxan (La Brujería a través de los Tiempos,1922) del sueco Victor Sjöström. Pero no olvidemos que pocos años después, en 1928, otro genio nórdico, el danés Carl Theodor Dreyer, brindaría lo que podría considerarse la otra cara de la moneda con La passion de Jeanne d’Arc, (La Pasión y Muerte de Juana de Arco, 1928), donde podíamos presenciar la parte más despiadada e intolerante de la iglesia católica.
Durante muchos años, la imagen del diablo se mostró en el cine de un modo ligero, en clave de comedia, quizás temerosos los cineastas de invocarlo si lo trataban de un modo más riguroso. Imágenes potentes como las de Dante’s Inferno (La Nave de Satanás,1935), de Harry Lachman, son excepciones perdidas entre el mar de imágenes que brotaban cada año.
Paladistas que pugna por una Septima Victima (en primer plano Ben Bard, detrás Milton Kibbee, Mary Newton y otros)
Los servidores del Diablo tampoco tuvieron mucha representación en aquellos años, salvo en la película de Sjöström. Otro título perdido en el erial es la maravillosa The Seventh Victim (La Séptima Víctima, 1943), de Mark Robson, en la cual la secta que se ofrece exhibe una pasmosa naturalidad, una fusión con su entorno muy adelantada a su tiempo. Además, su estructura remite de manera inequívoca a otra de las grandes películas sobre la temática, Rosemary’s Baby (La Semilla del Diablo, 1968), de Roman Polanski.
Los cuadros de Dali cobran vida en L'Âge d'Or
En todo caso, conviene destacar una película que, pese a su intencionalidad contraria, también podría ser paradigmática a la hora de hablar de “terror religioso”. En la coproducción hispano italiana Marcellino Pane e Vino (Marcelino Pan y Vino, 1955), el pequeño Pablito Calvo asciende a un ático donde los monjes, por ignotas razones, tienen escondida la imagen de un Cristo crucificado; los propios monjes imponen a Marcelino la prohibición de subir a ese lugar prohibido, pero el muchacho, con su rebeldía típicamente infantil, hará oídos sordos. El chico entrará en el sombrío ático, y ahí una figura tortuosa de Jesucristo le hablará, desclavará su mano de la cruz y la extenderá hacia él, llevándolo hacia el reino de la Muerte. Quién sabe si las motivaciones del director Ladislao Vajda (y las del autor del cuento original, José María Sánchez Silva) eran efectuar una sublimación de la pasión redentora de la religión, pero al menos al que firma, en su infancia, estas imágenes le provocaron auténtico pavor, y aún hoy día contemplo esas imágenes con el mismo embeleso estremecedor que cualquier joya del cine de horror.
Marcelino, Pan y VinoExtendiéndonos en esa imagen de las representaciones implícitamente cristianas de la pasión, como un reflejo distorsionado que provoca escalofrío en el espectador, sólo recuerdo una imagen destellante, de apenas un segundo, dentro de una película, por otro lado, muy conectada con el motivo de estas líneas: L’anticristo (El Anticristo, 1974), del italiano Alberto de Martino. En un momento dado, la poseída Carla Gravina, en las primeras fases de su trance, contemplará una estampita que suele portar, con la imagen tradicional de Jesús; sin embargo, en un momento dado, la representación se transmutará, y exhibirá unos rasgos malignos de Cristo absolutamente estremecedores. O también podríamos mencionar la mexicana Alucarda (1978), de Juan López Moctezuma, con una imaginería religiosa sugestiva e impresionante; imaginería, acaso, inspirada en el exiliado Luis Buñuel, que en tiempos algo lejanos, cuando en Francia rodó L’âge d’or (La Edad de Oro, 1930), también nos brindaría un Cristo con reminiscencias inquietantes.
Sin embargo, y como he dicho, el cine apenas se ha interesado por explorar ese otro lado terrible de la religión católica, quizás temeroso de la inquisición que pueda brotar en torno a ese producto por parte de las legiones de creyentes, siempre dispuestas a crucificar a aquel que se salga del rebaño y ose plantear sus dudas acerca de un estamento que a lo largo de su existencia ha hecho sufrir a muchos seres humanos. Así pues, esos temores únicamente han estado reflejados en la temática ya referida de los procesos por brujería en el pasado.
Linda Blair levita por el poder de Pazuzu mientras Max Von Sydow y tratan de regresarla a tierra por el poder del Señor
La imagen del terror religioso aportará quizás la primera de sus imágenes potentes con la ya citada La Semilla del Diablo. La obra maestra de Roman Polanski quizás pudiera considerarse el primer paso hacia un nuevo tipo de cine de terror, de carácter más hiperrealista, cuyo siguiente peldaño, y la sublimación de este tipo de cine, sería The Exorcist (El Exorcista, 1973). Con la excepcional película dirigida por William Friedkin a partir de la novela de William Peter Blatty, el terror religioso arrastró mareas de público a las salas, enfrentó al espectador a Satanás, a Pazuzu, como fantasma de nuestros temores más ancestrales. Desde entonces, el Diablo, como antítesis del Bien, ejerció su poder en las salas cinematográficas, y títulos consecutivos, siempre con la Iglesia como fondo y poder antagónico de lo que se representa, apareció en no pocas ocasiones en nuestras pantallas. El Exorcista derivó en diversas secuelas –resaltemos entre ellas la teórica tercera entrega The Exorcist III (El Exorcista III – El Hereje, 1990), dirigida por el propio William Peter Blatty, donde el autor nos aporta visiones cristianas de auténtico pavor– y, sobre todo, una ingente cantidad de imitaciones/plagios procedentes de países como Italia, España, Alemania, México, Turquía… Una de esas imitaciones, pero con entidad propia, sería la norteamericana The Omen (La Profecía, 1976), de Richard Donner, que asimismo daría lugar a diversas continuaciones y un superfluo remake. Con todo, ya en los años 60 el tema de la posesión demoníaca arrojaría un film de valía como es la co-producción italiofrancesa Il Demonio (El Demonio, 1963), de Brunello Rondi, cuyos resultados, más próximos al cine de terror de Mario Bava de esa época, se aproximan al neorrealismo de un Rossellini, reflejando el ambiente de superstición y fanatismo de un pequeño pueblo de la Italia profunda y rural.
Religion y fanatismo en Il Demonio, con Carla Gravina
Puede decirse que desde 1973 y hasta ahora, casi sin descanso, el Diablo ha aparecido en pantalla para mostrarnos el pavor que producen ciertos conceptos religiosos arraigados en nuestra cultura occidental. Sin embargo, aún estamos lejos de que nuestros cineastas plasmen la otra cara de la moneda con las mismas connotaciones terroríficas. Sagas como las de The Prophecy (Ángeles y Demonios), iniciada en 1995 por Gregory Widen, o la película que a punto tenemos de estreno, Legion (2010), de Scott Stewart, utilizan la mitología judeocristiana para representar una lucha atávica entre el Bien y el Mal con los ángeles como meras criaturas de un entorno fantástico. Frente a esto, una reciente película española, NO+DO (2009), del canario Elio Quiroga -cuya polémica opera prima, Fotos (1996), ya ofrecía una peculiar visión de la religión-, aporta una sugerente y estremecedora premisa: durante los años del franquismo, el NO-DO (noticiario cinematográfico obligatorio y manipulado por el régimen) tuvo una comisión encomendada para rodar casos de milagros y supervisada por el propio Vaticano, y que no vieron la luz en su día; en ese entorno, una familia en la actualidad se aloja en un caserón donde otrora se manifestara una inquietante aparición mariana, y cuyos ecos aún prevalecen en la actualidad. Quizás sea la película de Quiroga la que mejor refleje esa premisa de “terror religioso”, con sacerdotes asesinando niños y esa terrorífica manifestación de la Virgen que el director y guionista conecta inclusive con las entidades lovecraftianas.
El terror de la apostasía en Los Diez Mandamientos
Frente a esto, una vez más he de retornar a los recuerdos infantiles, y el espanto que me provocó un Dios airado y terrible en un clásico del cine religioso, The Ten Commandments (Los Diez Mandamientos, 1956), de Cecil B. DeMille, donde el espíritu de la Muerte, a modo de niebla colorida, ronda por las calles del poblado portando el deceso de los primogénitos, descendiendo desde los cielos como un dedo letal que apunta al ser humano, impregnándolo del pavor que provoca el terror religioso.
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