Seccion: Películas (Lecturas: 691)
Fecha de publicación: Octubre de 2018
El vampiro negro
El clásico experimental de Fritz Lang, ahora bajo una lupa que nos muestra los resortes sociales y psicológicos del linchamiento y sus consecuencias. Federico Fornasari
Hace no mucho tiempo, algo que pudo haber pasado en cualquier ciudad de Latinoamérica pero pasó en Buenos Aires: un grupo de enardecidas personas
intervino en el accionar de un
muchacho cuya intención habría sido
arrebatar la cartera de una mujer. La
víctima no sólo resistió el tironeo sino
que, luego de quedarse con su elemento,
enfurecida, comenzó a golpear al
sujeto quien, en su intento de escapar,
tropezó y cayó al piso. La envalentonada
mujer no se conformó con ello:
comenzó a exigir a los gritos que se lo
matara. No se llegó a tal extremo pero
el individuo fue golpeado por los transeúntes
lográndose calmar la situación
con la llegada de un par de policías que,
afortunadamente, controlaron a la
turba. El joven fue llevado al hospital,
luego detenido por orden de un juez y
poco después, excarcelado, o lo que es
lo mismo, puesto en libertad. Todo en
un día. Los medios de comunicación,
esos que están ávidos de cualquier
noticia truculenta, se acercaron al lugar
para imprimir en directo la indignación
de los testigos e instalaron una palabra
que inmediatamente quedó asentada
en todos los ámbitos: linchamiento.
Los eventos trajeron a colación la
obra maestra de Fritz Lang de 1931: M,
el Vampiro Negro. Obra magna con el
imponente Peter Lorre encarnando al
inquietante señor Beckert. Y digo "inquietante" por esa peculiar doble
naturaleza de pacífico vecino berlinés y
asesino de niñas. De más está decir,
aunque nunca es ocioso reiterarlo, que
el hecho de tomar la justicia por propia
mano es algo que atraviesa de manera
constante la historia del cine. Si bien en
el western y el policial (entendiendo éste en el sentido más amplio) el tema
daría para libros enteros, también el
fantástico de todos los tiempos ha
coqueteado con tales valores
(Frankenstein, La novia de Frankenstein o El hombre lobo, entre muchos otros clásicos, han tocado directamente
el asunto en cuestión). Pero aquí,
luego de las noticias y comentarios,
rápidamente se impone el placentero
repaso de la obra en cuestión, ineludible
en el camino de cualquiera que se
precie de cinéfilo.
Todos recordamos esa Berlín de
casas de inquilinos y ropa tendida,
donde los espacios urbanos se oscurecen de modo inconfundiblemente
expresionista, prohijados por el crack
económico, los preparativos bélicos y
la vertiginosa ascensión de Hitler (1).
Beckert es un psicópata que no puede
evitar la tortuosa pulsión asesina que
se apodera de él cada vez que una
pequeña se pone a su alcance. En el
comienzo, mientras juegan en una calle
penetrada por las sombras de la
Alemania pre-nazi, los chiquillos entonan
una terrorífica canción: "Pronto
vendrá el vampiro con su cuchillo y
hará de ti picadillo". Un cartel de la
policía alerta sobre las actividades del
asesino y ofrece una recompensa monetaria por su captura. Todos los
habitantes desconfían, se espían entre
sí, y cualquier gesto -por más inocente
que sea- puede generar el estallido y la
errónea identificación de la "bestia".
Hecho fundamental asentado brillantemente
en el film: también los
delincuentes de los más variados estamentos
se unen en urgentes reuniones
con la idea de encontrar al asesino y
evitar rápidamente que la policíahurgue
demasiado y afecte sus intereses.
Ellos quieren que cese el estado de
alerta y puedan seguir llevando adelante
sus "trabajos". Para ello se proponen
desplegar un auténtico ejército de
sombras para dar con el psicópata. La
trama exhibe aquí la inoperancia del
Estado a través del devaneo policial.
Como todos sabemos, Beckert finalmente
es atrapado por este grupo y
sometido a un premuroso juicio en una
oscura catacumba. Ni la angustia del
detenido, ni el pedido desesperado de
clemencia por parte del improvisado
abogado defensor surten el más mínimo
efecto. Nadie cree en la Justicia;
ellos son la justicia: "la policía es demasiado
benévola" afirman,"será considerado
un enfermo mental por el Estado
y, como tal, perdonado" esgrimen.
El recuerdo del reciente episodio en
la ciudad y el posterior repaso de la
película no hace más que llevar a pensar,
en primer lugar, que frente al acto
justiciero individual, el linchamiento
puede alimentarse de los más bajos
instintos colectivos. Y que según parece,
si hacemos un claro ejercicio temporal,
los acontecimientos se han repetido
a la largo de la historia, incluso
desde la época en que la razón comenzó
a primar (al menos dogmáticamente)
por sobre cualquier tipo de pulsión
incontrolable o mesiánica. En el miedo
y la defensa de los más turbios valores
colectivos o de los más inconfesables
intereses grupales subyace el origen de
la acción enfurecida de las masas. Es un
tema de cuidado, de mucho debate. Se
escuchan varias posiciones cuando
suceden acontecimientos como el citado
y si bien lejos estoy de pretender
realizar un ejercicio de empatía con las
ideas más duras, todos esgrimen razones
atendibles, especialmente aquellas
que se vinculan a la exigencia de mayor
y mejor intervención del Estado en la
prevención y castigo del delito.
En términos
generales, la disputa por los linchamientos
divide a la sociedad en dos
grupos bien diferenciados: los que, en
ciertas circunstancias, consideran válida
la violencia popular contra los delincuentes
y los que creen que esa actitud
es siempre injustificable, con independencia
del contexto. La película de Lang
exhibe de forma maestra dicha ambivalencia
y pone en duda las posiciones
correctas por medio de una sutileza
que manipula al espectador: se trata
nada menos de un asesino de niñas,
algo de lo más bajo. Entonces ¿no
merecería lo peor? ¿no estaría bien
adoptar la posición popular?
Los primeros esgrimen prejuicios
contra aquellos que los rechazan: "a
ustedes nunca les pasó algo similar",
"cuando sufran la delincuencia en
carne propia entenderán y pensarán
como nosotros". Más allá que distinguidos
juristas afirman que los actores de
linchamientos deben ser juzgados directamente como homicidas alevosos
de acuerdo a las disposiciones del
Código Penal, cabe preguntarse si no
ha sido, de una u otra forma, el discurso
violento y contradictorio que emana
de las instituciones el que lleva a justificar
estos actos de barbarie en cualquier
lugar del mundo, incluso en países
desarrollados.
La importancia de este debate, que
el cine enriquece con una obra maestra
imperecedera como la hoy citada,
acaso deba girar en torno a un tema
crucial para la convivencia: cual es el
papel de los organismos y de las leyes
en el ordenamiento social y cual es la
idoneidad de los seres humanos que
pretenden dar una explicación a la conducta
de las personas que protagonizan
el delito. Como primer consejo,
humildemente, sería interesante que
vieran más y mejor cine. Y, especialmente,
esta joya de Fritz Lang, a poco
más de una década de cumplir cien
años (2).
1. M está inspirada en los hechos reales ocurridos
en los años 20 en Alemania, donde el asesino
serial Franz Kurten asoló la ciudad de
Dusseldorff. Un error común, precisamente, es
indicar que el título del film es M, El vampiro de
Dusseldorff ya que en realidad la acción de la
película transcurre en Berlín.
2. El genial director da una vuelta de tuerca
sobre el mismo tema en su primera película
norteamericana, Furia (1936), donde Spencer
Tracy, en una descomunal perfomance, es
detenido por la policía y acusado por evidencias
indirectas de un secuestro que no cometió. En
esta ocasión la alarma, el miedo social, apenas
existen, ya que el supuesto autor del crimen está
tras las rejas. Pero la horda no se detiene en su
idea de lincharlo en la misma prisión. Lang claramente
hunde aquí su aguda visión de la América
profunda y su violencia latente mediante
primerísimos planos de las caras de los linchadores,
en una clara influencia expresionista.
Rostros crispados que toman al supuesto
secuestrador como una simple excusa para dar
rienda suelta a su agresividad.
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