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Fecha de publicación: Octubre de 2019
Halloween con Boris Karloff
"Casas que he encantado", clásico artículo del titán del horror en el que además de contarnos algunos detalles de su imponente filmografía, nos deleita con su fino y sutil sentido del humor inglés.
Darío Lavia
Casas que he encantado
Ser un cuco, tal como estibador o chofer
de camión, es una ocupación agotadora.
Lo sé bien, porque he hecho las
tres cosas. Y si no fuera porque mi empleo actual
es bastante más remunerativo, preferiría
ser camionero. Y por cierto, ¡es así como uno
conoce a los más interesantes hombres lobo!
Sin embargo, el hombre del horror de
Hollywood incurre en varios oficios peligrosos
que no parecieran tener nada que ver con
las horas de trabajo o el riesgo corrido durante
la auténtica actuación.
Por ejemplo, hay una vida social que observar.
A pesar que los actores de Hollywood
han descubierto desde hace mucho que sus
vidas privadas son la preocupación de todos
los demás, al menos tienen la comodidad de
saber que sus vidas públicas ciertamente han
de tener una buena disposición. No es mi
caso.
Sin importar qué placentera sea la compañía
en que tenga enfrente, siempre ocurre ese
momento ingrato en que el interlocutor se
percata del hecho de que ese hombre tranquilo,
de hablar suave es realmente Boris
Karloff (entre más horrorífico sea mi papel de turno, más tiendo a modular mi
voz fuera de horas de servicio). Tampoco las anfitrionas tienen por seguro con
qué me alimento mientras los demás invitados están ya con sus whiskies y sodas.
Según la impresión popular, la gente que me conoce tiende a creer que soy
tanto un zombie, un espectro, un ogro, un vampiro o un monstruo. En consecuencia,
una típica cena para Karloff debería consistir en:
a) una cremosa pócima
de brujas;
b) un trozo de carne cruda y roja arrancado de una anatomía jadeante
y viva;
c) una copa de ponche llena de sangre fresca.
Pero, con lo que sea que las
anfitrionas traten de sobrellevar el desasosiego, a menudo me doy cuenta que se
muestran con el mismo nivel de confianza e intimidad con que se entreverarían
con una cobra de capello.
Cuando me invitan a sus casas de veraneo, mis amistades llenan sus botiquines
con bellezas tales como arsénico, viejas dagas, estricnina, cianuro y tubos de
ensayo, tal vez creyendo que todo aquello pueda hacer mi estadía más feliz.
Hasta Russel Crouse, co productor de Arsénico y encaje antiguo, veterano periodista,
admite que pasó dos semanas cobrando fuerzas y coraje antes de acercárseme
para proponerme el rol de Jonathan Brewster en la comedia de Joseph
Kesselring.
Tampoco observo que los neoyorquinos me acepten con mayor nivel de seguridad
que sus primos de la Costa. Hasta mi colegas de South Norwalk, Connecticut,
que mantienen inmutable la compostura por más que pierdan trenes o
apuestas del grand-slam, se conmueven al primer atisbo de que la tímida gárgola
de la butaca contigua es Boris Karloff.
El culpable de todas estas reacciones soy yo mismo. Durante años he estado
encantando casas —casas de película, claro— desde que aparecí por primera vez
en la pantalla con la horrorizante armadura del Monstruo de Frankenstein.
También debo declararme culpable de infundir carnes de gallina en filmes
como La momia, La máscara de Fu Manchú, El vampiro, El misterio del cuarto
negro, El cuervo, Devil's Island, La venganza del ahorcado, La isla de los resucitados y Más allá de la tumba, cada una con su dosis de escalofríos.
Mi presente rol en Broadway tampoco está calculado para inspirar confianza al
espectador neoyorquino ni para persuadir a viudas y huérfanos que, al venir al
Fulton Theatre, me encarguen la administración de sus bienes. Ciertamente, Arsénico
y encaje antiguo trata de parodiar a las películas de terror serias. Pero, como
de costumbre, me encuentro interpretando a un asesino de considerable distinción,
mientras mis colegas del elenco recogen la parte del león de las risas. Si
todo esto suena bastante siniestro, me gustaría agregar que el autor dota de bastante
diversión a Jonathan Brewster, pero eso no evita que el personaje sea macabro
y horripilante.
Un incidente típico que me ha ocurrido a lo largo de mi carrera fue lo que pasó
poco después del rodaje de Frankenstein. La sra. Karloff y yo fuimos a San Francisco
a visitar a una de sus ex compañeras de escuela. Para nuestra sorpresa, nos
enteramos que Frankenstein, que aún no habíamos visto, se estaba dando en
toda la Bahía, en Oakland. ¿Qué habría sido más natural que invitar a nuestra
amiga a una función?
Había visto, desde luego, rushes de la película, pero nunca la versión completa
y bien montada, así que a medida que el filme avanzaba, me sorprendía como iba
magnetizando al público. Al mismo tiempo, no podía evitar preguntarme como
les caería mi actuación. Pronto lo iba a saber.
¡De repente, en medio de la penumbrosa oscuridad, apareció en la pantalla,
unas ocho veces más grande que la vida misma, la figura mía, escalofriante y horrenda,
como el Monstruo!
Y también de manera repentina, se quebró el silencio general con el murmullo
de la amiga de mi esposa. Cubriéndose los ojos, aferrándola del hombro, le chilló:
"Dot, ¿cómo puedes vivir con esa criatura?"
Me sorprendió bastante, al arribar a New York, encontrarme con gente tan resistente
como para mirarme fijo en las calles al igual que en Hollywood. Hasta en
el hotel en que me registré me pareció atraer más atención de la que considero
merecer.
Pero realmente no todo es horror a mi paso. Por el contrario, he encontrado
una sorprendente simpatía y comprensión de lugares que me parecía serían lo
más detestables. Es maravilloso que no todos crean que como ocho o nueve huérfanos
en el desayuno.
La gente se inclina a adoptar la postura de la famosa Marquesa du Deffand.
Una vez, durante una charla, alguien le preguntó: "¿Querida madame, cree en
fantasmas?" A lo que ella sonrió sabiamente y replicó, "no, pero igualmente les
temo". Hablando de fantasmas, mi presencia en cualquier reunión parece aportar
lo necesario para inspirar un inacabable desborde de ellos. Hasta cuando regresé
a Inglaterra, hace cinco años atrás, escuché toda una noche de tales relatos en mi
hogar de Dulwich.
Uno de los más famosos relatos de fantasmas de toda Inglaterra —que tal vez
sea poco familiar para los lectores de Norteamérica— se contó aquella noche. Es
la historia de Harriet Westbrook, infeliz esposa del poeta Shelley, que se ahogó
hace más de un siglo en la Serpentine, el famoso arroyo que fluye a través de
Hyde Park. Un día, poco antes de la I Guerra Mundial, dos otoñales damas inglesas
estaban dando un paseo a través del parque. Era una gélida y ventosa tarde y
el parque estaba casi desierto. Cuando las damas se detuvieron en un banco de la
Serpentine, notaron unas curiosas ondulaciones en las aguas que les movió a la
curiosidad, dado que se sabe que no hay peces en la Serpentine.
A medida que observaban fascinadas, una mano surgió de repente del agua,
una mano humana, delgada y blanca, ¡una mano de mujer! Trató de aferrarse frenética
y desesperadamente del aire. Se crispaba como la mano de alguien que se
ahoga. Y luego, sin más, desapareció bajo la superficie.
En el dedo medio de la mano, ambas damas pudieron observar un grueso anillo
de oro, que brillaba y relumbraba contra el cansino gris de la tarde.
Las damas quedaron estupefactas, petrificadas, ya que sabían, tal y como todo
londinense, la historia de Harriet Westbrook Shelley y como se ahogó llevando
un anillo así... ¡hacía un siglo atrás!
Y como nota al pie, puedo agregar que la única vez que realmente disfruté interpretando
al Monstruo fue en el último juego anual de caridad de beisbol, en
Hollywood, entre un equipo de comediantes y un equipo de galanes. Di unas
zancadas hacia la base del bateador completamente caracterizado como el Monstruo
de Frankenstein y Buster Keaton, el catcher de los comediantes, pegó tal
grito al verme, que dio una voltereta y se desmayó ahí nomás.
Ondeé mi bate. El pitcher lanzó la bola en mi dirección e hice mi mejor intento
de darle, sobrecargado como estaba con todos los aditamentos metálicos del
Monstruo. Afortunadamente, bateé la bola que rebotó locamente rumbo a la base
del lanzador. A primera vista parecía sencillo, pero a medida que me iba acercando
a cada base, el ocupante se desvanecía de la impresión. Eso fue lo que les
pasó a los Tres Chiflados, que guarnecían la segunda base. Fue un home run... ¡aunque bastante horrible!
No puedo despedirme sin dejarles un último alegato acerca de mi carácter personal.
Soy un alma normal y apacible. Mi esposa podrá contarles con dicha de la
vez que teníamos invitados en casa y la radio bramó con la noticia de un asesino lunático que se había dado a la fuga y merodeaba en nuestro vecindario, sugiriendo
casi la idea de formar partidas de cacería.
Uno de nuestros invitados se levantó y dijo: "Karloff, tomemos un trago antes
de salir a por el asesino“.
Todos fueron al bar y bebieron... excepto yo.
"Toma un trago, Karloff", dijo mi amigo. Pero no estaba de humor para ello.
"No, gracias, no me apetece", respondí, "me daría demasiado coraje".
Todo lo cual, el lector podrá inferir, se muestra en respaldo del argumento que
en verdad soy un hombre apacible e inofensivo que le agrada el café caliente y su
jugo de naranja, que disfruta nada más que podar su jardín o tomar sol y leer
Joseph Conrad.
Y como prueba de que no soy el único que promulga esta idea, puedo agregar
que los productores de Arsénico y encaje antiguo pueden respaldar la causa como
si apareciera caracterizado de Santa Claus en un ágape para niños lisiados en Baltimore, ¡cosa que hice y con mucho éxito!
¡Y un programa de radio reciente en que intervine en una de las más dulces y
sentimentales escenas de El amor no muere!
Pero por supuesto, tales actuaciones son tan inusuales como gratificantes para
un profesional del horror. Aunque sospecho que me pasaré el resto de mi carrera
proveyendo lo macabro, permanentemente supliendo peligros mortales a la pantalla.
Realmente mi vida no es nada cercano a lo siniestro que suena todo esto. Por
cada carta que me mandan para decirme que mi última película les dio insomnio
(obviamente una exageración), hay docenas que varían de la curiosidad a la simpatía.
Quienquiera que haya dicho que nadie ama a un zombie, no ha tenido
atisbo de mi correspondencia. Hasta los niños que me escriben parecen entender
la motivación tras mis fechorías, una motivación que a veces hasta a mi se me escapa.
En fin, no tengo quejas contra los roles en que he aparecido. Hasta Jonathan
Brewster de Arsénico y encaje antiguo tiene sus bondades y lo demuestra en la devoción
hacia sus tías solteronas... hasta el momento en que le dan su propia
cucharada de homicidio.
De acuerdo a lo confesado en este artículo, deben saber que a pesar de las casas
y los cines que he encantado, no soy un espectro malvado.
De hecho, les guardé una tremenda confesión para el final. Al debutar en
Broadway, a principios de año, con mi segunda obra legítima en dos décadas,
cuando mi sombra se vio por la puerta y yo, asesino de una docena de víctimas,
subí al escenario, el mayor susto de todos no lo dio Boris Karloff sino el público.
¡Porque, de todas las casas que he encantado, en esa noche de estreno, mientras
todos se sentían muy bien yo, Boris Karloff, estaba absoluta y categóricamente
muerto de miedo!
Fuente: Liberty Magazine (04/10/1941), traducción Darío Lavia y publicado en Boris Karloff, breviario de la colección "Titanes del Horror"