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Fecha de publicación: Octubre de 2020
Una velada con Johnny Eck
Apenas un puñado de fotogramas bastaron para que el sorprendente Johnny Eck se convirtiera en un ícono de todo amante del cine fantástico. Es hora de que nos cuente su propia historia...
Darío Lavia
La primera performance que hice, me sentía un poco tímido. Y
cuando vi a los vecinos, gente de la misma cuadra, que venía a
la tienda a ver la exhibición, a verme a mí, me sentí como un
tonto. ¡Jesús! Ni siquiera podía mirarlos a la cara, tenía que dirigir la
vista al suelo. Luego algo me hizo preguntarme por qué tenía que sentirme
de esa manera. No estaba abusando del tiempo de nadie, así fue
como superé mi timidez.
Amamos el negocio del
espectáculo e hicimos cientos
y miles de amigos. Y lo
que más nos gustaba del ambiente del circo y de los carnivals era estar bajo la
gran carpa. A veces teníamos
reservas en vagones de
primera clase, con camarotes
dobles… pero no queríamos
estar ahí. Preferíamos
ir en los vagones comunes o
en los de animales. Amábamos
tirarnos en aquel heno
y mirar los animales. No
nos importaba que fueran
salvajes o que fueran indóciles.
Fue en la Canadian National
Exhibition de 1931
que salí por atrás de la
carpa, llevando algunos de
mis props. En aquella época
caminaba en la cuerda floja,
tenía mi propio trapecio,
hacía trucos de magia y dibujos.
Hacía todo un acto.
Así que salí de la carpa y había un tipo con una cámara de cine portátil
y me dijo "sé que te están buscando" y pregunté quién. "Mr. Browning".
Pero nunca me dijo donde estaba o quién era. No tenía idea que era un cazatalentos.
Así que me filmaron
en mi pedestal
y
caminando a través
del cesped,
subiendo las escaleras.
Y esa película
fue enviada
a Tod Browning.
Ese tipo estaba en
la búsqueda de freaks… para utilizarlos
en una
posible película.
Y así fue como entré en el cine… y cuando ese tipo volvió, en vez de escribirme a mí, se contactaron
con alguien de Baltimore Street, el primer representante que tuve
cuando cumplí doce años. Fuimos al sur. De ahí de Toronto, fuimos a
Buffalo. Y ahí tengo una historia… estaba en un vagón pullman, cenando,
cuando uno de los comensales que estaban en la mesa empezó a discutir con otro y qué fue lo que hizo, se puso de pie, sacó un arma
y le disparó al tipo que estaba sentado al lado mío… le dije al manager,
Jack Bums, " ¡vámonos de este vagón! ¡Volvamos a nuestro camarote!" El tren llegó a Buffalo. Miré por la ventanilla y se acercaban las
luces rojas y al momento que el tren se frenó, ¿a quién arrestaron primero
en nuestro camarote sino a mí? Dije al policía estatal: "¡aahoo!
Un momento, ¿para qué me quieren a mí?" Y me dijeron: "usted lo
hizo". "Yo no lo hice", respondí. Y mi manager dijo: " ¡Déjenlo en
paz… él no disparó a ese hombre!" Y preguntaron: " ¿Quién lo hizo?"
y sabíamos quien lo había hecho, así que les dijimos y se disculparon. ¡Policías estatales! El tipo estaba en el coche de primera clase, y ahí lo
aprehendieron.
Luego de la Canadian National Exhibition hicimos una gira por el
sur. La última semana del show me decidí –estaba loco por ello— y
quería comprar un automóvil. Y fui y lo compré. Compré una limousine
Chrysler. Tenía flores y hasta persianas en los vidrios. ¡Lo habían
usado para un funeral! Era bien grande… y por $125,00. Así que teníamos
nuestro coche y en vez de subir a un tren para volver a casa, puse
todo el equipaje, mi trapecio y todos mis aparejos y los até a la parte de atrás de la limusina. Lo que no iba ahí, lo metí dentro. Y volvimos a
casa en Baltimore. Cuando llegué mi madre me dijo: “Oh, el sr. McAslan
estuvo aquí y me dijo que se supone que deberías ir a California a
trabajar en un circo”. “¿Trabajar en un circo? ¡Oh mi Dios, eso sería
maravilloso!” le dije. Lo llamé de inmediato y me dijo: “¡Estáte preparado!”
Al final de esa semana estaba en camino a California para trabajar
en el circo de los Downey Brothers, donde pensaba pasar todo el
invierno.
Tomé el tren en Baltimore, fui a Harrisburg… pero gracias a Dios,
McAslan no era pijotero. Me consiguió un doble super… ¿cómo se llamaba?
No era un camarote común, era hermoso. Tenía tres camas
donde podían dormir cómodamente seis personas. Y era solamente
para nosotros dos. Y así fue como viajamos
todo el camino, sin trasbordos.
La M-G-M envió una limusina a recogernos.
Tenían cámaras, periódicos y
todo el mundo aguardando la llegada de
ese coche especial de cuya puerta, al
abrirse, saldrían los freaks. Fui el último
en salir, y estaba de etiqueta. Lo único
que me faltó fue la galera. En esa época
no tenía una.
Me alojaron en los Castle Apartments,
que tenían un primer piso y una terraza
repleta con parrillas de hierro y techos
de tejas, ventanas con vitrales, piense en
algo y lo tenían. Y ahí fue donde me
alojé. Nos dieron tres días para aclimatarnos. Al tercer día hubo un telefonema,
así que luego del desayuno la limusina
nos recogió y nos llevó al set de filmación
de la M-G-M, donde tenían una carpa. Me emocioné bastante la
primera vez que entré en la carpa, la habían preparado para filmar.
El chofer abrió esa gran puerta que era como la bóveda de un banco
y dijo: “ahora pueden ir yendo. Alguien los conducirá para mostrarles
el lugar”. Era como ir a una caverna o a un hangar de aeroplanos. No
se veían claramente los límites de aquello y tenían focos de luces y
esas luces tenían que apagarse cuando acercaban la cámara.
Así que bajamos y fuimos acercándonos y la primera persona que
nos recibió nos dijo: “Bienvenidos a nuestra familia, bienvenidos”… era el sr. Tod Browning en persona. Y desde ese momento nunca me
llamó Johnny Eck, sino que me decía “mr. Johnny”. Y me decía: “quiero que estés junto a mí lo más cerca posible y todo el tiempo.
Donde haya un asiento libre, tú te sentarás junto a mí mientras filmamos”.
¡Era un príncipe! Pero al decir eso cometió un terrible error. Al instante
después de escucharlo, los demás freaks estaban en mi contra.
Eran celosos. Junto a las hermanas siamesas y Harry y Daisy, éramos
los únicos que teníamos camerino privado. “El gran Johnny Eck”. Y
así fue que nos
llevamos muy
bien los dos.
No necesité
ningún makeup,
solo tuve
que mirarme
bien al espejo
para ver si era
lo suficientemente
desagradable
como
para aparecer
frente a cámara.
Luego conocí al asistente del director, cuyo nombre era Earl
Taggart. Y él estuvo a mi lado. Podía ir de un grupo de gente a otro.
Los técnicos, los electricistas, los sonidistas, y el departamento de props, todos eran amigables para conmigo.
Recibí una carta –siento no tenerla porque la destruí, yo era un poco
estúpido—. Era de una de mis compañeras de reparto que, cuando
concluyó el rodaje y teníamos que irnos, escribió una carta que me
hizo sentir mal. Decía: “El plató número dieciséis ya no será lo mismo
sin ti. Nada es lo mismo desde que te fuiste y todos te extrañan”.
Esto lo escribió una de las actrices, Margaret Berts. Era una actriz secundaria
y muy bonita. Solo tenía un metro cincuenta. Y realmente me
adoraba. Solía llevarme a comer… Conocí cientos de miles de personas
y nadie tan puro como los liliputienses, las hermanas siamesas, el
hombre oruga, la mujer barbuda y el chico con aletas en vez de
manos. Nunca les hice preguntas embarazosas y ellos nunca me las hicieron
a mí y, por Dios, que fue una gran aventura.