30 MONEDAS
A comienzos del siglo V de nuestra era, un intelectual cristiano nacido en una provincia africana del Imperio Romano, Agustín de Hipona, atacó el problema teológico de la existencia del Mal y de su huella más clara, el sufrimiento. ¿Cómo justificar el padecimiento omnipresente en una Creación obra de un Dios todopoderoso y misericordioso?
Agustín empezó por negar la existencia del Mal: lo consideró simple ausencia del Bien, como la oscuridad que no existe por sí misma y se define por ausencia de luz. El Mal es una consecuencia del pecado original de Adán, del ser humano rechazando a Dios, y el sufrimiento es el merecido castigo por la corrupción implícita en la naturaleza pecadora de la especie. La justificación agustiniana de que se ensañe también con los niños es la piedra del escándalo de todo el debate.
Ya en sus días lo contradijeron Pelagio, un monje britano al que horrorizaba una teología que auspiciara el castigo eterno a los niños muertos sin bautismo, y Fortunato, un maniqueo que sostenía que el Mal era un aspecto más de la Creación. Agustín ganó entonces aquel debate para la Iglesia de Roma, que lo venera como Santo, pero no pudo cerrarlo, por más que los siglos trajeran en su ayuda a intelectos tan poderosos como los de Tomás de Aquino y Juan Calvino. De entre quienes lo enfrentaron me gusta recordar a John Hick, que se preguntó qué papel tenía el pecado original en el sufrimiento de los animales, que por lo demás existían eones antes de que hubiera algo semejante a un humano caminando sobre la Tierra. Tal vez la mejor respuesta la dé el cura católico de La Peste de Albert Camus: el sufrimiento es la prueba definitiva de la fe. El libre albedrío consiste en elegir enfrentarlo con Dios, sin Dios o aún contra Dios.
Éste el trasfondo teológico de la entretenidísima serie de Alex de la Iglesia para HBO que se llama 30 monedas, por el precio de la traición de Judas a Cristo, el precio de “el dolor de Dios, la más poderosa de las energías”, como dice un personaje. Bonaparte alcanzó a coleccionar tres de esas monedas y ya sabemos hasta dónde llegó. ¿Hitler? Cinco, y sabía que había un judío en Europa que tenía una más, y lanzó a Alemania a cometer el crimen más horrendo de la Historia para encontrarlo. El dominio del mundo como atributo reservado a cultores de la paciente numismática: esa no nos la esperábamos.
Con esta premisa era difícil que el director de El día de la bestia la cagara, para más inri ambientando genialmente las secuencias principales del drama en Pedraza, un pueblito español tan pinta tu aldea y serás universal que te jodes. (Suficiente con los españolismos pintorescos, señor autor de estas líneas). Una hipotética nube de palabras no da más de ganchera: Lovecraft, Buñuel, Alien, The Thing, The Fog, The Omen, El Código Da Vinci, Indiana Jones, especulación teológica, gnosticismo, costumbrismo bizarro, sangre y vísceras y más vísceras, porque además la principal industria del pueblo es un matadero de cerdos, gran ocasión para el reconocido humor negro del señor De La Iglesia.
La serie debe muchísimo a las actuaciones, de un parejo nivel de excelencia. No sólo los protagonistas: Eduard Fernández como el terrorífico héroe Padre Vergara; Megan Montaner como Elena, la veterinaria deseada por todo hombre que contemple su escalofriante hermosura pero con un corazón que sólo sabe de su esposo misteriosamente desaparecido; Miguel Ángel Silvestre como el atolondrado y bienintencionado alcalde Paco. No sólo los roles secundarios destacados: Macarena Gómez como Merche, la celosa y ambiciosa esposa de Paco; Pepón Nieto como el buenazo del sargento Lagunas; Manolo Solo como el Cardenal Santoro; Cosimo Fusco como el aterrador Angelo; Javier Bódalo como Antonio el providencial tonto del pueblo. Sino hasta los roles episódicos ¿o acaso Carmen Machi no se adueña del primer capítulo con sólo unos momentos en escena interpretando a la atormentada Carmen?
En beneficio de quien no haya visto la serie no escribiré mucho más: como afirmara Chesterton, al abandonar la religión no empezamos a no creer en nada, sino a creer en cualquier cosa, hasta en la superstición del spoiler. Tal vez, y a la luz del final, sólo cabe dejar sentada la importancia de cierto diálogo del episodio 4 que recuerda a las objeciones de Fortunato a Agustín, así como el poder de la inocencia y la debilidad de la ambición desmedida. A lo mejor el ser humano, esa criatura tan intolerablemente fallida que flaquea una y otra vez en su obediencia a Dios, tampoco es capaz de consagrarse a la victoria de Satanás.
El final parece prometer además nuevas temporadas. Habrá que prestar atención, tal vez, a nuevas estrategias demoníacas: si inspirar la ambición empresarial más desatada no será una apuesta más segura para un triunfo de los poderes infernales que los meros ejércitos y arsenales.
[Nota del 11/12/23: acaba de terminar una segunda temporada de un nivel de producción sobresaliente. Hay algunos nuevos personajes, por caso el siniestro magnate que interpreta muy bien Paul Giamatti, una especie de Elon Musk o Jeff Bezos con ambiciones trascendentes. Los guionistas casi no dejaron creencia ocultista o seudohistórica sin integrar a un relato cada capítulo más barroco y recargado, por momentos casi coral, pero que a veces resuelve las situaciones de un modo facilista. Hay muchos buenos e incluso grandes momentos, como aquellos en los que se representa el Infierno, y un final que recurre a un ardid argumental del que se ha abusado en esta última década larga, pero al menos está bien logrado. Y además queda abierta la puerta para más temporadas].