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COMBATIENDO (POR) EL CAPITAL

A veces no hay mejor manera de entender el diario de hoy que internarse en la historia. Con ustedes, la Compañía Inglesa de las Indias Orientales: una corporación sin la cual el mundo actual no sería lo que es. (La versión original de esta nota fue publicada en Televicio Webzine en mayo de 2007).

"Mientras gobernemos a la India somos la potencia más grande del mundo. Si la perdemos, descenderemos a la condición de país de tercera clase". (Lord Curzon, virrey británico de la India entre 1899 y1905) (1)

LA COMPAÑÍA Y EL MUNDO MODERNO

Hacia el año 1700, casi la mitad de la riqueza mundial se generaba en el Imperio Chino y en la principal potencia del Indostán, el Imperio Mogol; el conjunto de las pequeñas y belicosas monarquías de Europa Occidental apenas conseguía producir la cuarta parte. Hacia 1870, poco más de un siglo y medio después (lo que en términos históricos es un abrir y cerrar de ojos) Europa daba cuenta de un 42 % de la producción mundial; China y el Indostán, el 29 %. Un cambio cataclísmico como no hay antecedentes en la historia.

¿Qué había pasado? En la segunda mitad del siglo XVIII había comenzado en Inglaterra una nueva fase en el desarrollo del capitalismo: la Revolución Industrial. Dentro de los cien años subsiguientes, la industrialización había significado un enorme paso adelante no sólo para la monarquía británica, sino también para otras naciones occidentales como Estados Unidos, Alemania, Francia, Bélgica. Los grandes imperios asiáticos se habían quedadoatrás; India (donde el Imperio Mogol había desaparecido) era una colonia británica; sobre China se cernían los fantasmas del hambre, la miseria y hasta la desintegración nacional: hacia 1900 parecía factible que las grandes potencias se repartieran el Celeste Imperio de la misma manera que lo habían hecho con África. (Derecha: bandera de la Compañía hacia 1707).

Buena parte de los historiadores del capitalismo suelen poner el acento en las reformas institucionales y las innovaciones tecnológicas que posibilitaron la industrialización. Este enfoque no es engañoso por falso sino por parcial: omite destacar la importancia crucial que tuvo, para el desarrollo del capitalismo, la expoliación de continentes enteros. Sin la plata de América, sin los esclavos de África, sin el saqueo de las riquezas de Asia, la historia del capitalismo emergente hubiera sido mucho más difícil, y mucho menos brillante.

Y en esa historia de saqueo hay una institución cuyo nombre adquiere un siniestro brillo propio: la Compañía Británica de las Indias Orientales. En ocasión de su liquidación, en 1874, el Times de Londres afirmó: “cumplió una labor que en toda la historia de la raza humana ninguna otra compañía ni siquiera intentó cumplir, ni parece posible que intente hacerlo en los años por venir”. Ya veremos que no exagera un ápice.

La historia de la Compañía (llamada también la "John Company", la Compañía de los que llevaban nombres como "John") es una historia que llenó los siglos XVII, XVIII y XIX de opresión, crímenes, saqueos y abusos. No se limitó a esclavizar a los pueblos del Indostán: corrompió a varias generaciones de funcionarios y parlamentarios británicos, manipuló los mercados de valores a su arbitrio, se valió del tráfico de drogas para poner un pie en China, emprendió por su cuenta campañas militares contra sus competidores portugueses, holandeses, franceses. A menudo, sus contemporáneos se horrorizaron de sus acciones: entre los críticos más severos de sus métodos podemos encontrar tanto al liberal Adam Smith como al conservador Edmund Burke y al socialista Karl Marx. Burke llegó a afirmar que la India fue “radical e irreversiblemente arruinada por la continua sangría de riqueza a la que la sometía la Compañía”.

La que sigue es una de esas historias que explican cómo el mundo moderno llegó a ser lo que es.

LOS COMIENZOS

La Compañía Inglesa de las Indias Orientales fue creada por Carta Real de Isabel I el 31 de diciembre de 1599, bajo el nombre de Honorable Compañía de las Indias Orientales ("Honourable East India Company"). Sus fundadores fueron influyentes hombres de negocios de la época: su capital de 72 mil libras fue sido integrado por 125 accionistas. (Su forma jurídica es un remoto precedente de las sociedades anónimas de hoy). Estaba presidida por un Gobernador (hoy diríamos "presidente del directorio") que junto con 24 directores conformaba el Comité de Directores ("directorio"). Todos ellos eran elegidos por un Comité de Propietarios ("comité de accionistas") del que dependían y al que debían dar cuenta de sus actos.

La Carta le concedía un monopolio temporal de las rutas comerciales entre Inglaterra e India. En sus comienzos, el control del comercio europeo con Asia, ejercido durante un siglo por los portugueses, estaba pasando a manos de los holandeses, que en 1602 establecerían la Compañía Holandesa de Indias. En esos primeros años, la Compañía Inglesa era considerada por su colega de los Países Bajos como una competencia poco significativa: recién pudo establecerse en India en Surat, en 1608, y dos años después erigió su primer factoría en Machilipatnam, en la costa de Coromandel, en Bengala. Las primeras expediciones produjeron grandes beneficios, lo que motivó la aparición de compañías competidoras; empero, en 1609, el rey Jacobo I renovó la concesión monopólica de 1599, esta vez por un período indefinido. Se agregó una cláusula: la carta dejaría de estar en vigor si el comercio no arrojaba beneficios por tres años consecutivos.

LOS TIGRES DE BENGALA

Los portugueses ya habían detectado en 1498 cuál era la llave de acceso al comercio con Asia: el empleo de la fuerza (para aterrorizar a sus rivales, Vasco da Gama había llegado hasta a incendiar barcos árabes repletos de peregrinos musulmanes en ruta hacia La Meca). Pero el costo de las continuas campañas militares había arruinado a los lusitanos, y a comienzos del siglo XVII serían reemplazados por competidores aún más implacables.

Los primeros fueron los capitanes de la Compañía holandesa, cuyo lema era revelador: "no podemos comerciar sin hacer la guerra, ni hacer la guerra sin comerciar". Pronto llegarían los ingleses, que luego se jactarían similarmente de “dirigir el comercio con una espada en sus manos”. O como luego diría el historiador Nick Robins: “comerciaron donde fue necesario y saquearon donde fue posible”.

Igual no conviene pensar que la superioridad de las armas y la técnica europeas era tan marcada a comienzos del siglo XVII como sería a mediados del siglo XIX. Hacia 1610, tanto holandeses como ingleses habían aprendido de los errores de los odiados portugueses y adoptaron un enfoque más sensato: reconocer la soberanía de los monarcas orientales y solicitarles permiso para establecer factorías comerciales. La victoria de la flota de la Compañía Inglesa ante los portugueses en el combate de Swally (Suali) en 1612, impresionó favorablemente al soberano más poderoso del Indostán, el Emperador Mogol Jahangir. Un enviado de la Corona, Sir Thomas Roe lo visitó unos pocos años después, y obtuvo en 1617 la concesión de derechos de comercio sobre extensos territorios del Imperio Mogol. (Derecha: Jahangir).

Con el favor del mismísimo Emperador, la Compañía pronto eclipsó a los portugueses establecidos en Goa y Bombay (ciudad que luego sería cedida a los ingleses, como parte de la dote de Catalina de Braganza, en ocasión de su casamiento con Carlos II en 1662). En unas pocas décadas alcanzaría tres conquistas vitales bajo tres gobiernos de muy diferente signo: 

* en 1634, el Emperador Mogol extendió los privilegios concedidos a Bengala, una de las provincias más ricas de su Imperio;

* en 1657 obtuvo del régimen dictatorial inglés de Oliver Cromwell la renovación de la carta de 1609;

* en 1670 la restaurada monarquía inglesa de Carlos II le concedió los siguientes derechos: adquirir y administrar territorios por su cuenta, acuñar moneda, levantar fortalezas, reclutar tropas y establecer alianzas, hacer la paz y la guerra por su cuenta, y ejercer tanto la jurisdicción civil como la criminal sobre las áreas administradas. Como vemos, contaba así con muchas de las prerrogativas de un estado nacional: era un Estado dentro del Estado, más allá de su lema latino, establecido en 1698: “bajo el patrocinio del Rey y el Parlamento de Inglaterra” ("Auspico Regis et Senatus Angliae").

Ya entonces se perfilaban dos características que se mantendrían durante décadas y que explicarían buena parte de los desaguisados cometidos: por un lado, el norte que guía las acciones de la Compañía es el pago del dividendo anual a sus accionistas. Por otro: sus actividades se desarrollan en territorios fuera de la jurisdicción de la Corona inglesa. Lo que es decir una combinación que raramente no lleva al desastre: un monopolio con afán de lucro y mínima supervisión, por no hablar de ausencia de limitaciones.

A su vez, así como en Oriente tenía que cuidarse de los piratas, los príncipes indios, los portugueses, los holandeses y (crecientemente) de los franceses, en casa debía cuidarse de un rival tal vez más formidable: la codicia de los mercaderes ingleses que se quedaban afuera del fabuloso negocio que era entonces el comercio con Asia. Y así como en Oriente sus intereses eran defendidos por un ejército y una flota, en el Londres lo eran por un lobby al que nunca le faltaron recursos. Y si el lobby fallaba, siempre quedaban las arcas de la Compañía.

En 1694 se sancionó el Acta de Desregulación, que abría el comercio a toda firma cuyas actividades no estuvieran expresamente prohibidas por disposición del Parlamento: era la anulación de hecho del monopolio. En 1698 apareció la que parecía ser la competencia principal, la Compañía Inglesa de Comercio con las Indias Orientales (English Company Trading to the East Indies). ¿La solución? Controlarla convirtiéndose en su principal accionista; en 1702 ambas terminarían fusionándose. Y para comprar la vista gorda estatal, la Compañía le prestó al Tesoro (en situación delicada por la guerra con la Francia de Luis XIV) 3,2 millones de libras a cambio de privilegios exclusivos por tres años, aceptando que entonces la situación sería revista.

A LA CONQUISTA DE UN IMPERIO

Tras la muerte del sagaz Emperador Aurangzeb en 1707, el Imperio Mogol comenzó una lenta decadencia. Aprovechando la incapacidad (cuando no la corrupción) de sus sucesores y sus ministros, la Compañía comenzó a penetrar en sus dominios. En 1717 (y a cambio de sobornos considerables) obtuvo la exención de tarifas aduaneras en Bengala, Haiderabad y Gujarat: una ventaja comercial decisiva. Las importaciones de algodón, seda, té, índigo y salitre se dispararon. Las acciones subieron por las nubes en la City londinense. Envalentonada, la Compañía se lanzó a desafiar el monopolio holandés del comercio de especias con el Sudeste Asiático y luego, en 1711 se estableció en China, en Cantón (hoy Guangzhou).

Los chinos vendían a la Compañía té, seda y porcelanas, pero apenas aceptaban mercancías a cambio, y los ingleses se veían obligados a pagar en plata. El agotamiento paulatino de las minas americanas provocaba la agudización de un problema que Europa había experimentado en el comercio con Oriente desde los tiempos del Imperio Romano. La solución se encontraría más tarde. Ya llegaremos a ella.

En este panorama alentador aparecieron dos frentes de tormenta: uno en Londres y otro en el Océano Índico. En casa, la Corona y el Parlamento presionaban por sacar una tajada mayor de los beneficios de la Compañía, lo que pudo percibirse cuando se trataron las renovaciones al monopolio en 1712 y 1730. En el Índico, la competencia francesa se había vuelto una seria amenaza. El cerebro de esta expansión, Joseph François Dupleix, había abandonado la prudente táctica que todas las compañías europeas seguían desde hacía un siglo y medio, y había comenzado a montar un dominio colonial directo, que se financiaba con los tributos que pagaban sus súbditos indios. La Compañía maniobró hábilmente en estas circunstancias: en 1742, y previendo una inminente guerra con Francia, el gobierno británico aceptó extender el monopolio de comercio hasta 1783, a cambio de otro préstamo de 1 millón de libras. (Derecha: Dupleix, ).

El conflicto se desató en 1744, duró hasta 1748, y volvería a desencadenarse entre 1756 y 1763. La Compañía logró aplastar a su última competencia seria, además de asumir el dominio directo de Bengala. La batalla decisiva se disputó en Plassey (hoy Pâlāshi) en 1757: el comandante de las tropas de la Compañía, Robert Clive, se deshizo del principal cuerpo de ejército bengalí (aliado de Francia) sobornando al general rival. Otra victoria, en Buxar (1764) trajo el control  de los estados de Bihar y Orissa. El gobierno británico, viendo la posibilidad de controlar la India e imitando el precedente de Dupleix, designó primer gobernador de Bengala al propio Clive.

Sin oposición a la vista, la Compañía podía hacer y deshacer a su voluntad: la expoliación de Bengala ayudó tanto a convertir a Gran Bretaña en la potencia hegemónica de la época como a revertir el crónico déficit comercial europeo con Asia. Comenzaba así el cataclismo del que hablábamos en la introducción a este artículo.

Los métodos para poner a Bengala al servicio de la Compañía no diferían mucho de los que aplicaban los dignatarios musulmanes e hindúes desde hacía décadas. Pero esta continuidad en la crueldad, que algunos intelectuales occidentales han esgrimido para absolver de sus crímenes a las metrópolis coloniales, no hace sino destacar el carácter rapaz y regresivo del colonialismo, asentado menos en la superioridad de los principios de su civilización que en una fuerza militar abrumadora. Como escribiera Thomas Babington Macaulay, Primer Barón de Macaulay (1800-59): "El más terrible de todos los espectáculos es la fuerza de la civilización, sin su compasión".

La Compañía monopolizó las materias primas, que se destinaron a satisfacer los requerimientos de la industria textil británica, y se establecieron elevados impuestos sobre su equivalente india, la que lógicamente resultó arruinada en pocos años. Para asegurarse mano de obra barata en las plantaciones, se secuestraban niños para trabajar como esclavos. Se arrasaron villorios enteros. Como la recaudación cayera, debido a la pauperización general, se subieron los impuestos hasta niveles exorbitantes. Se pagaba a los trabajadores con bonos forzosos, método de explotación que otra sociedad británica, La Forestal, emplearía en el norte argentino a comienzos del siglo XX. La Compañía, siempre atenta al pago de dividendos a sus accionistas, no invertía en obras de infraestructura, ni en escuelas. No permitía la actividad misionera por temor a que pudiera desatar motines.

La economía de Bengala se vio desarticulada; en 1769-70, una hambruna acabaría con la vida de 1,2 millones de personas. (2)

POR UN PUÑADO DE LIBRAS MÁS

La hambruna de Bengala impresionó vivamente al Parlamento británico: semejante disminución de la fuerza laboral disponible deprimió los beneficios, redujo el comercio y disparó los gastos militares y administrativos. La burbuja bursátil estalló, la Compañía tambaleó y pidió ayuda al gobierno. El resultado fue la Tea Act de 1773, cuya principal medida fue imponer límites por primera vez y dejar sentado el control estatal en última instancia: “la adquisición de soberanía por súbditos de la Corona se hace en nombre de la Corona y no por derecho propio”. Además creó una administración unificada bajo un Gobernador General y un Consejo, y limitó la concesión del monopolio a plazos renovables de 20 años. A cambio, la Compañía recibió un préstamo de 40 mil libras, a dos años de plazo, y pudo disfrutar de mayor autonomía en su comercio con las colonias americanas. El monopolio del té resultó en extremo impopular en América, y fue uno de los detonantes de la rebelión que llevaría a la independencia de Estados Unidos.

El Gobernador de Bengala, Warren Hastings, promovido al cargo de Gobernador General de 1773 a 1785, estableció las bases de la administración colonial británica. Trató de fundar el dominio británico en tradiciones indias, para lo que tomó consejeros brahmanes (ningún inglés sabía sánscrito). Hastings quiso sacar provecho de dos características de la sociedad india que resultaban funcionales al dominio británico: el sistema de castas y la división entre musulmanes e hindúes. Estableció una alianza tácita con las castas superiores, conservando sus privilegios, y creó un elaborado aparato legal (adalat). Pandits hindúes y cadíes islámicos colaboraban con jueces británicos en la interpretación de las ambas legislaciones; en ciertos casos se aplicaba la ley británica, y en otros se podía fallar atendiendo a los principios de “justicia, equidad y buena conciencia”. Muchos indios educados, que no podían ser admitidos en la Compañía, desempeñaban la profesión legal. De allí saldría la clase política nativa, muchas décadas después.

Más allá de estas iniciativas, la administración colonial seguía siendo un foco de corrupción: el sucesor de Clive en Bengala, Harry Verelst, fue imputado de diversos abusos y destituido en 1777. El propio Hastings fue repetidamente acusado de corrupción, y en 1787 fue llevado a juicio por Edmund Burke (que había sido accionista de la Compañía y conocía sus manejos). Los abogados de Hastings (en parte pagados por la Compañía) lograron enredar el proceso de tal manera que no hubo sentencia sino hasta 1795: el acusado fue absuelto, aunque afrontar el juicio le costó casi toda su fortuna.

El saqueo de India era popular en Gran Bretaña. La defensa de Hastings se basó en afirmar que en India se debían aplicar principios de justicia diferentes porque no era un estado "civilizado", entendiéndose por ello que no era ni europeo ni cristiano.

El acta de 1773 era imprecisa en algunos aspectos, por lo que en 1784, por iniciativa del primer ministro Pitt, se sancionó la East India Company Act. Sus dos aspectos clave eran:

* la subordinación de la Compañía a un nuevo órgano estatal, el Comité de Comisionados para los Asuntos de India, o Comité de Control como se lo conoció habitualmente.

* el establecimiento de una administración pública independiente de la Compañía, que luego sería modelo para el servicio civil en India y la propia Gran Bretaña. .

Hubo otra reforma en 1786, subrayando la tendencia a una mayor intervención estatal; la Compañía ya era casi un departamento de gobierno, y debía dar cuenta de sus acciones. Ese año asumió como Gobernador General el Marqués de Cornwallis, quien estableció el sistema de zamindars, a imitación del régimen inglés de tenencia de tierra. Con el régimen anterior (que se conservó en Madrás y Bombay) los pequeños campesinos o ryotwaris cultivaban tierras comunales y pagaban un impuesto anual. El nuevo sistema entregaba la propiedad de grandes extensiones de tierras a los zamindars, a cambio del pago de impuestos a perpetuidad. Para alcanzar los declarados objetivos de ampliar la producción agrícola y crear una clase terrateniente favorable al régimen colonial, el gobierno británico desposeyó a veinte millones de pequeños propietarios.

El final del siglo XVIII y los comienzos del XIX vieron la derrota y muerte del heroico Tipu (último rey de Mysore), el debilitamiento de la Confederación de los Marathas y del Imperio Mogol (colocado bajo protección de la Compañía) y guerras fronterizas en Nepal y Birmania. Lord Wellesley (gobernador hasta 1805) saqueó prolijamente los tesoros indios para engrandecer las colecciones de museos y casas de campo de las Islas Británicas. Además, por esa época por fin se había encontrado una mercadería para balancear el altamente deficitario comercio chino. Era el opio. La Compañía asumió el monopolio de su cultivo y comercio en Bengala, así como la dirección de su contrabando dentro de China.

EL OCASO

Los más altos círculos decisorios imperiales no siempre estaban seguros del balance de costos y beneficios de emprender guerras de conquista en India, y ocasionalmente había debates parlamentarios al respecto. En general fueron ganados por los partidarios de la expansión mediante el empleo de una carta que aún hoy sigue dando resultados: la de la existencia de graves amenazas a la seguridad nacional. En el caso de India, el fantasma a agitar siempre fue la penetración del Imperio Ruso en Asia Central.

Paralelamente comenzó una política de llegar a acuerdos con nababs islámicos o maharajás hindúes, dejándoles el manejo de los asuntos locales a cambio de aceptar el vasallaje. En pocos años sólo quedaron como estados independientes los de Delhi, Oudh, Rajputana y Punjab. La política de la Compañía con ellos fue bastante inteligente: a cada estado le ofreció su alianza para protegerlo de los otros. Estas astucias diplomacias, combinadas con amenazas abiertas o encubiertas, evitaron que jamás pudieran formar un frente unido.

Durante el siglo XIX, el ejército de la Compañía se decuplicó: una medida necesaria si se quería actuar como se hizo en Malabar, donde se repitió la receta bengala de subir los impuestos y usurpar la tierra cultivable. Pero eso tenía sus costos.

En 1813 se sancionó la Charter Act, como consecuencia de la mala situación financiera de la Compañía tras las guerras de la década anterior. El Parlamento reafirmó la soberanía británica sobre los territorios controlados por Compañía, renovó la carta por 20 años, y aprovechó su debilidad para imponer medidas que se esperaban desde hacía mucho tiempo: le quitó el monopolio del comercio con India (dejándole el del té y el comercio con China), abrió el país a los misioneros y requirió a la Compañía mantener separadas sus administraciones comerciales y territoriales.

La decadencia de la Compañía y el surgimiento de otros intereses en la City de Londres llevaron a otra ley sancionada en 1833, la Charter Act 1833, que produjo importantísimos cambios:

* despojó a la compañía de sus funciones comerciales pero le renovó por 20 años su autoridad política y administrativa;

* le dio al Comité de Control completo poder sobre la Compañía;

* el Presidente del Comité de Control pasó a ser Ministro de Asuntos Indios;

* inició la codificación de las leyes;

* eliminó todas las restricciones étnicas, raciales o religiosas para ocupar puestos en la Compañía. (Esta disposición progresista fue letra muerta hasta bien entrado el siglo XX. Los concursos para cargos civiles se hacían siempre en Londres, adonde raramente asistían los candidatos indios).

El gobierno británico tomó también medidas en el campo educativo, hasta entonces abandonado a lo que los indios pudieran hacer. En 1835 el Gobernador General William Cavendish Bentinck decretó el empleo obligatorio del idioma inglés como lenguaje de la administración y la educación, en lugar del persa. El elitista sistema educativo creado por esos años estaba destinado a formar una clase nativa partidaria del control colonial, y que pudiera desempeñar diversas profesiones liberales tanto como ocupar los cargos inferiores de la administración. Vemos así cómo una política de matices aparentemente progresistas en realidad reforzaba las líneas de división sociales y económicas; la mayoría de las decenas de millones de indios siguió condenada a la ignorancia y la superstición.

LA GUERRA DEL OPIO

Tras la abolición del monopolio, el principal negocio de la Compañía había pasado a ser el comercio de té con China. Pero para cubrir el permanente déficit, ya vimos que se había comenzado a contrabandear opio, y que incluso la Compañía tenía el monopolio de su producción, para lo que debió ir a la guerra con los Marathas y Sindh.

Los chinos estaban indignados: en 1799 se había ensayado la prohibición de su importación, que fue un fracaso absoluto. Para 1825, la importación de té se financiaba casi por completo con el contrabando de opio. La sangría de plata que durante siglos había representado el comercio europeo con China se había detenido y comenzado a revertirse.

En 1838 el Emperador Manchú dictó la pena de muerte para frenar el contrabando y envió a un gobernador a Cantón con la expresa misión de erradicarlo. Gran Bretaña respondió declarando la guerra en 1840, venciendo gracias a la ayuda de las tropas indias de la Compañía. El tratado de paz subsiguiente no tocó el vergonzoso comercio del opio, además de garantizarle a la Corona una nueva conquista: Hong Kong.

LAS DÉCADAS FINALES

El temor a un avance ruso en las estepas de Asia Central llevó a Gran Bretaña a intervenir en un territorio que hoy a menudo concita la atención mundial: Afganistán, cuyos pasos y valles eran la llave del acceso a India por el noroeste. La Compañía entró en negociaciones amistosas con varios jefes afganos, a la vez que Rusia apoyaba a Persia (el actual Irán) en su intención de apoderarse del oeste de Afganistán.

Las hostilidades se rompieron en 1838, y entonces comenzó la primera de las tres guerras angloafganas, la de 1838 a 1842. Tropas británicas y de sus aliados sijs tomaron fácilmente Kandahar y Kabul e impusieron a su candidato como emir. Pronto éste se reveló en extremo impopular, y entonces la situación de la guarnición colonial resultó insostenible (¿suena familiar?). La retirada de enero de 1842 es uno de los mayores desastres militares de la historia de Gran Bretaña: una columna de 5 mil soldados y 11 mil auxiliares fue aniquilada en su huida por pasos montañosos en medio de la nieve. En represalia, otra expedición incendió Kabul, pero renunció a reintentar la ocupación.

Pese a estas derrotas, la década de 1840 fue de expansión. La superioridad militar de las metrópolis europeas se hacía incontestable. En 1843 se anexó Sindh. En 1845 se compró la colonia dinamarquesa de Tranquebar. En 1849 se anexó el Punjab, al que en 1850 se le despojó de Cachemira, que fue entregada por el Tratado de Amritsar a la dinastía aliada de los Dogra, quienes la administraron por cuenta británica hasta la partición e independencia de 1947.

La década de 1850 comenzó con buenas noticias: la administración del Punjab resultó ser relativamente benigna y se granjeó la cooperación tanto de musulmanes como de sijs: ésta fue siempre la principal zona de reclutamiento del Ejército Británico de la India. También se introdujeron los ferrocarriles, el telégrafo y el servicio postal universal, merced a la iniciativa del Gobernador General Dalhousie, todas medidas aparentemente progresistas pero que, en el marco de una situación colonial, no eran más que nuevos engranajes de la maquinaria opresora. Los ferrocarriles no disminuyeron las brechas sociales o culturales sino que las reforzaron (¿suena familiar?): su trazado obedecía a los objetivos estratégicos de Gran Bretaña antes que a los de sus súbditos indios. Para agregar el insulto a la explotación, la clase gobernante hasta gozaba de compartimientos separados (3). El telégrafo, por su parte, sería un arma vital en unos pocos años: tras la rebelión de 1857-58, un oficial británico llegó a afirmar que “el telégrafo salvó India”, debiéndose obviamente entender India por su India, la principal colonia británica.

A mitad del siglo XIX, un quinto de la población mundial entraba en la esfera de influencia de la Compañía. En este marco se sancionó en 1853 la Charter Act, por la que la India Británica sería administrada por la Compañía, en representación de Corona, hasta que el Parlamento decidiese lo contrario.

Por esos años, el reputado filósofo John Stuart Mill (4) , que había sido ejecutivo de la Compañía durante tres décadas, afirmaba que la aplicación de la fuerza sobre las masas indias era una “fuerza educativa y un modo legítimo de gobierno cuando se trata con bárbaros”. Se legitimaba la ocupación por la vía del atraso “cultural y espiritual” de India; la Misión de Europa era civilizar India (la "Carga del Hombre Blanco") y regiría hasta que los indios probaran ser capaces de autogobernarse (¿suena familiar?). En unos pocos años los indios harían su primer intento de gobernarse a sí mismos, y veremos cómo Gran Bretaña respondió.

LA REBELIÓN DE 1857-58 Y EL FIN DE LA COMPAÑÍA

La rebelión de 1857-58 recibe diversos nombres que denotan diferentes interpretaciones de la misma: así, se la suele llamar tanto "Primera Guerra de la Independencia India" como el "Motín Indio". La última es claramente la terminología de los opresores; la primera, un intento retrospectivo de legitimación de los nacionalistas indios, que no tiene en cuenta que buena parte de los estados indios, así como la clase occidentalizada en masa, apoyaron la represión británica.

Una indicación del estado de ánimo de esos años la puede dar esta afirmación de un cronista contemporáneo, Thomas Lowe, quien escribió en 1860: “vivir hoy en India es como hacerlo a la vera de un volcán cuyas laderas se desmoronan bajo nuestros pies, mientras la lava ardiente está a punto de erupcionar y consumirnos”. Agregó: “el rajputa infanticida, el brahmán intolerante, el musulmán fanático, se han unido en la [misma] causa; el matarife y el adorador de vacas, el que abomina de los cerdos y el que los come… se han alzado juntos”. Evidentemente, debía haber algo terrible en un sistema colonial que hacía que los diferentes pueblos de la India depusieran por un momento sus intensos odios mutuos para unirse contra la administración extranjera.

Había muchas razones para el descontento: la labor de misioneros cristianos (punto en la que la Compañía siempre se había mostrado totalmente en contra, conociendo el malestar que causaba), la abolición de ciertas (retrógradas) costumbres ancestrales (el infanticidio femenino, el suicidio ritual de viudas, los matrimonios entre niños), el desplazamiento de los gobernantes locales en estados como Jaipur, ofensas gratuitas como el remate público de las joyas de la destronada familia real de Nagpur, el racismo que el servicio civil y la justicia hacían sentir en cada momento (por ejemplo cualquier inglés acusado por un indio podía diluir su caso con una apelación tras otra), las expropiaciones por falta de pago de impuestos, la imposición a los campesinos de cultivos industriales como yute o índigo en lugar de aquellos destinados a la subsistencia familiar. Esta última medida va mucho más allá de una mera disposición de política agraria: en un país en el que el crecimiento de la población era más rápido que el aumento de la producción de alimentos, disminuir las tierras destinadas a este fin era una receta segura para el hambre (¿suena familiar?). (Derecha: soldado cipayo).

La demostración de que había un resentimiento profundo contra la ocupación británica, más allá de lo que puedan afirmar sus interesados propagandistas contemporáneos, reposa en la chispa algo banal que encendió el conflicto, que fue un reclamo gremial de las tropas indias, ofuscadas por la imposibilidad de obtener ascensos y la subordinación consuetudinaria a oficiales británicos. A estos soldados nativos se les llamaba en inglés sepoy y en hindi y urdu sipahi, soldado; la palabra pasó al español como cipayo, que en Argentina tiene desde hace setenta años un profundo matiz despectivo: cipayo es el defensor local de opresores extranjeros.

A ello se sumó un rumor que escandalizó tanto a musulmanes como a hindúes: que en las nuevas municiones que se les entregaban se empleaba grasa de los animales que cada religión consideraba tabú, concretamente cerdo o vaca. También se decía que el dominio extranjero de India estaba por cumplir cien años (por referencia a la citada batalla de Plassey) y que se acercaba su fin. Un período de motines aislados e incendios intencionales en diversas guarniciones comenzó en enero de 1857, y en mayo estalló en Meerut una rebelión en gran escala.

La guerra fue salvaje, y ambas partes se complacieron en masacrar tanto a civiles inocentes como a prisioneros de guerra. La represión fue favorecida por las divisiones internas de los indios: Nepal, Haiderabad, Cachemira y Bikanir apoyaron a los ingleses. Los musulmanes llamaron a la Jihad o Guerra Santa; el Emperador Mogol, Bahadur Shah Zafar, fue proclamado Emperador de toda la India. Los éxitos iniciales de los rebeldes fueron revertidos por la superioridad de la estrategia, las comunicaciones (el citado caso del telégrafo) y las armas de la potencia colonial, que tuvo tiempo de enviar regimientos desde China y Europa. La reconquista británica de Delhi fue especialmente cruenta: los indios llamaron a la campaña represiva colonial "El Viento del Diablo". La prensa y la opinión pública de la civilizada Gran Bretaña se complacieron en la denegación de toda clemencia. La campaña acabó con la rendición de los rebeldes y la firma de un Tratado de Paz el 8 de julio de 1858.

Las consecuencias inmediatas fueron radicales: la Compañía perdió el gobierno directo, que pasó a manos de la Corona (el Raj, “gobierno” en hindi), así como todas sus posesiones y ejércitos privados.  En sus últimos años apenas se encargaba del comercio del té y del abastecimiento de la isla de Santa Helena. En 1873, finalmente se dispuso su disolución por la East India Stock Dividend Redemption Act, que comenzó a regir el 1o de enero de 1874.

Además se decretó la abolición del Imperio Mogol, el que desde hacía décadas era poco más que una reliquia, y se puso el acento en el intento de cooptar a las clases altas locales, así como en la explotación de las innumerables divisiones religiosas, étnicas y sociales del Indostán.

Un detalle más para demostrar la voluntad con que los británicos acometieron la administración de la India: las deudas de la disuelta Compañía fueron cargadas al presupuesto del Raj. El pago de los intereses de esa deuda contraída para explotar a los indios pesó en sus espaldas hasta la Segunda Guerra Mundial

INDIA: DEL RAJ A LA PARTICIÓN Y LA INDEPENDENCIA

En 1876 los británicos hicieron a su Reina Victoria la Emperatriz de la India, conscientes de que, como afirmara Lord Curzon en la frase que abre este artículo, mientras dominaran los recursos económicos y humanos del Indostán serían los amos del mundo. Esta cita del historiador Eric Hobsbawm (5) tal vez nos dé una idea del grado de verdad de esta afirmación: " la India era la 'joya más radiante de la corona imperial' y la pieza esencial de la estrategia global británica, precisamente por su gran importancia para su economía. Esa importancia nunca fue mayor que en este período [hacia 1875-1914], cuando el 60 % de las exportaciones británicas de algodón iban a parar a la India y al Lejano Oriente,   zona hacia la cual la India era la puerta de acceso - el 40-45 % de las exportaciones las absorbía la India - y cuando la balanza de pagos del Reino Unido dependía para su equilibrio de los pagos de la India".

Donde el Imperio necesitó de mano de obra barata para plantaciones tropicales, allí fueron campesinos indios: sus descendientes se pueden rastrear de Fiji a Uganda y de Sudáfrica a Guyana. Donde su hegemonía fue desafiada, el Imperio recurrió a las tropas indias: Afganistán, Birmania, Sudán, China, África del Sur. El costo de estos desplazamientos siempre corrió por cuenta de la India: tanto era así que, en ciertos períodos, un tercio de los recursos del país era gastado fuera del mismo.

Según el libro del mismo Johnson que citamos al inicio, el Raj reclutó nada menos que 1.440.437 hombres durante la Primera Guerra Mundial, de los que 877.068 eran combatientes, y de ellos, 621.224 pelearon fuera de India por el Imperio que los sojuzgaba (pág. 52). En la Segunda Guerra Mundial, en la que la situación de Gran Bretaña fue en muchos momentos verdaderamente desesperada, los indios que lucharon por salvar a la Corona en Asia, Europa y el norte de África fueron 2,5 millones (pág. 475).

Agotada, la potencia colonial terminaría por retirarse del Indostán en 1947, para dar lugar a las nuevas naciones de India, Pakistán, Bangladesh (6), Bhután y Birmania (hoy Myanmar).

Efectivamente, había llegado la hora de reconocer que la Corona era una potencia de tercera clase.

 

NOTAS

(1) "Tiempos Modernos", Paul Johnson, Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1992 (1ª. edición 1988). Pág. 53.

(2) El gobierno directo de la Corona no se revelaría mucho más eficaz en cuanto al cuidado del bienestar de sus súbditos indios. En referencia a las grandes sequías de 1876-79, 1889-91 y 1896-1902, ya sin la Compañía, Mike Davies escribiría: "(...) ¿cómo considerar las complacientes declaraciones sobre los benéficos y salvadores efectos de los ferrocarriles y de los modernos mercados de cereales cuando se sabe que millones de personas, especialmente en la India británica, exhalaron su último suspiro a lo largo de las vías férreas y a las puertas de los almacenes de cereal?" Y agrega: "(...) India británica gobernada por virreyes tales como Lytton, el segundo Elgin y Curzon, en la que el dogma librecambista y el frío cálculo egoísta del Imperio justificaban la exportación de enormes cantidades de cereales hacia Inglaterra en medio de la más espantosa hecatombe". (Véase "Las hambrunas coloniales, genocidio olvidado", Mike Davies, lunes 25 de agosto de 2003, reseña de su libro "Génocides tropicaux, catastrophes et famines coloniales (1870-1900). Aux origines du sous-développement", La Découverte, París, 2003).

(3) Algunos indios veían al ferrocarril como a un demonio: es más fácil burlarse de esa idea que percibir hasta qué punto era correcta. Véase (1).

(4) Filósofo utilitarista y parlamentario inglés (1806-1873) que en su patria fue uno de los más tempranos partidarios de medidas como el sufragio universal y la emancipación femenina. Uno más de los tantísimos ejemplos de que, fuera de Europa, no hay nada más parecido a un reaccionario europeo que un progresista europeo...

(5) Eric Hobsbawm, "Historia del Siglo XX: 1914-1991". Crítica / Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, 1998.

(6) En rigor de verdad, no recibió su independencia de Gran Bretaña en 1947: se escindió de Pakistán en 1971. Los estados vecinos de Maldivas, Nepal y Ceilán (hoy Sri Lanka) fueron colonias británicas pero nunca fueron parte del Raj.

 

FUENTES

Además de las ya citadas de Hobsbawm, Johnson y Davis.

* Wikipedia en inglés.

* "A law unto itself" (nota en inglés de Sreeram Chaulia, Asia Times, 27 de enero de 2007). Este artículo es un comentario de "The Corporation That Changed the World: How the East India Company Shaped the Modern Multinational", de Nick Robins (Pluto Press, Londres, Septiembre 2006).

 

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