* * *

Cine Braille

* * *
Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia

EL DIAL DEL DESTINO

Y llegó Indiana Jones y el Dial del Destino, la quinta y presumiblemente última aventura del más querible de los íconos de acción de los últimos cuarenta o cincuenta años, y es una despedida entretenidísima. Y muy digna. Digna como la de los Beatles en Abbey Road. Como la de David Bowie en Blackstar. Como la del Beto Alonso, o la del Príncipe Francescoli, o la del Chueco Fangio. Porque hay que saber decir adiós, dejar una herencia, llevarse en los oídos la más maravillosa música. "Poder decir adiós es crecer" cantaba Gustavo Cerati, uno que supo cuándo bajar de cartel a Soda Stereo. Y de alguna manera supo despedirse de este mundo con un álbum de su más maravillosa música, Fuerza natural. El que lo hizo afirmar que, si fuera su herencia, lo dejaría "contento". Pero no siempre es así.
 
Pescado Rabioso acabó el día en que Spinetta se dio cuenta de que lo habían dejado solo en su propio grupo. Charly se hartó de La Máquina de Hacer Pájaros y le dejó la banda a sus compañeros, para irse detrás de Zoca y soñar Serú Girán en las playas de Buzios con David Lebón. Sí, uno de los que había dejado solo a Spinetta. Los Redonditos de Ricota terminaron con una pelea amarga que sus protagonistas ni siquiera fueron capaces de explicar bien nunca, y que Semilla Bucciarelli sentenció para siempre con "si Patricio Rey tuviera piernas, los cagaría a patadas en el culo". Viajes que duraron más de lo que debían: nos negábamos a reconocer que "todo tiene un final, todo termina". ¡Si a Cristina no le creyeron durante meses un terminante "yo ya di todo"! Al Loco Gatti lo retiró un delantero de ¡Deportivo Armenio! un Día del Maestro de 1988; de Guillermo Vilas o Gabriela Sabatini nadie recuerda su partido final, porque en realidad llevaban años sin querer reconocer que sus carreras habían acabado. The Clash, Pink Floyd... En todos esos casos, la memoria popular ya se olvidó hace rato del final indigno de la trayectoria, porque se quedó con los mejores momentos. Hasta esta misma nota hace la trampita de elegir como punto final de la carrera Beatle a Abbey Road y no al postrero Let it be, registrado antes.
Pero por alguna razón, eso todavía no pasa con las series de este siglo. De El Zorro a Fleabag, hay montones de series buenísimas en las que lo que menos importa es el final. Después ¡qué importa del después! Viviríamos en un Día de la Marmota que repitiera Seinfeld o la primera temporada de True Detective por toda la eternidad ¡a quién le importan sus finales, que no son malos pero no están a la altura de obras tan brillantes! Por eso no entiendo el horror al espoileo que caracteriza a esta época. Sí, ya sé que la dinámica de las redes antisociales digitales lleva casi sin darse cuenta a sobreactuar entusiasmos y terrores. Pero si es tan importante desconocer un final ¿cómo disfrutarías el eventual segundo, tercer, enésimo visionado de una serie o película? Y además, hay series que nadie sabe cómo terminaron o incluso si terminaron, como The Handmaid's Tale o Westworld. El público que disfrutó sus excelentes temporadas iniciales se fue hace rato y esos gringos siguen ahí hablando solos, diría Macedonio Fernández.
Indiana Jones y la Última Cruzada, una de las películas más divertidas que conozco, ya tenía un aire a despedida allá en el hoy remoto 1989. Cerraba fantásticamente un arco argumental oculto en los dos primeros filmes, el de la relación entre Henry Junior y Henry Senior; explicaba el origen del apelativo Indiana; beber del cáliz del carpintero que daba vida eterna era un símbolo hermoso de entrar al paraíso de la memoria del público de cine. En el medio se coló una cuarta entrega que entonces me pareció aceptable pero que nunca me dio ganas de volver a ver, un indicador de fierro de si una película te gustó de veras o sólo es sobreactuación para las redes. La edad de Harrison Ford impedía demorar mucho tiempo más un nuevo intento de cerrar la serie con un producto digno, a menos que se optara por la blasfemia imperdonable de convocar a otro actor: nadie más que Ford puede ser Indiana Jones.
No voy a entrar en demasiados detalles de Indiana Jones y el Dial del Destino... para no espoilear. ¡Almas delicadas! Hay una premisa disparatada pero eficaz, persecuciones en tres ciudades, una hilarante cabalgata, bromas acerca de la condición de vejestorio del doctor Jones Junior en el 1969 del Apolo XI y Vietnam, nazis como los villanos reconocidamente perfectos de la saga, alguna notable escena de anacronismo delicioso, un festival de referencias a escenas inolvidables de las primeras películas. Y está bien que haya muchas referencias, es reconocer el legado cuando se hace bien... y un riesgo para el espectador joven que ignora todo o casi todo acerca de la serie. La que me hizo reír a carcajadas fue la forma en que citaron el enfrentamiento del látigo contra la pistola de Los Cazadores del Arca Perdida, ya a su vez citado genialmente en Indiana Jones y el Templo de la Perdición, obviamente cambiándolo. Hay otra escena que recuerda a aquella extraordinaria secuencia del nightclub Obi Wan de Shanghai, y otra que... pero como está al final mejor no decir nada.
Si a la película le hubiera ido mejor también podría haber sido un comienzo, me aventuro a sospechar. Los personajes de Phoebe Waller-Bridge (sí, la de Fleabag) y el chico Ethann Isidore tienen pasta de protagonistas de películas de Indiana Jones sin Indiana Jones, o con el doctor Jones apareciendo como un viejito que les da consejos. Y la aplicación del CGI para rejuvenecer a los personajes, en especial para lograr un Ford cuarentón en plena Segunda Guerra Mundial, está tan lograda que me pregunto cuántos años faltan para que la imagen de los actores se independice para siempre de su mero cuerpo físico, mortal. Tal vez a las inteligencias artificiales futuras les divierta disponer de Marilyn Monroe y Cary Grant para una versión de Cuando Harry conoció a Sally, quién sabe.
A la Tierra le esperan explosiones de supernovas relativamente cercanas, colisiones con grandes asteroides o fragmentos de cometas, enormes cambios tectónicos debidos a las derivas continentales, un aumento progresivo de la luminosidad solar que haga imposible la vida dentro de mil millones de años, una caída en espiral hacia un sol moribundo que la vaporice en unos 7590 millones de años. Nuestra especie tal vez pueda sobrevivir a algunos o todos de estos desafíos existenciales, ya sea colonizando Marte o Titán, o expandiéndose hacia otros sistemas solares, o convirtiéndose en información almacenable en soportes inorgánicos, o sólo el dios de la ciencia ficción sabrá cómo podríamos manipular el dial del destino. (Al menos mientras el universo entero no colapse, que lo hará, aunque en un plazo inimaginable). Invirtiendo lo expuesto hasta aquí, ojalá nuestra cascoteada existencia logre ser digna de un final acorde a nuestra mejor naturaleza, la que se expresa mediante el amor, el arte y el conocimiento. Y en el final / el amor que recojas / será igual al amor que hayas sembrado.