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Cine Braille

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Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia

EL STANDUP DE BORGES: LA GLORIA ES COMO MI DACTILÓGRAFA MARUJA

Damas y caballeros, buenas noches, gracias por venir. Mi nombre es Jorge Luis Borges. Estudio inglés antiguo, escribo versos medidos y rimados, me gustan los filmes norteamericanos, estoy afiliado al partido conservador: soy un viejo de mierda, estoy perdido. Y no sé qué puedo hacer para ayudar al país. Tengo la máxima voluntad y la mayor incapacidad. Pero sí, soy escritor. Podría ser peor: podría ser músico, que es un oficio que está al servicio de la producción de inquietantes sonidos, que inexplicablemente expresan estados emocionales que nadie sabe qué mierda expresan.

 

Podría ser peor: al menos no soy redactor de artículos de enciclopedias, un oficio del pasado. Me dijeron que en las nuevas ediciones de la Encyclopaedia Britannica hay artículos cortados con respecto a las anteriores. Eso en realidad es por una deficiencia de la arquitectura: porque ahora las casas son chicas, se abrevian así las enciclopedias.
El oficio de escritor tiene en nuestra sociedad un notable prestigio. Notable y extraño prestigio. Qué raro que la gente crea que las mayores inteligencias pertenecen a literatos. El otro día me llamaron para que expresara mi opinión acerca del Papa. Creen que porque uno es escritor tiene opiniones interesantes sobre todos los temas. La literatura es un entretenimiento, que corresponde a convenciones, del que un día la Humanidad se cansará. De Quincey dice que en la palestra de la inteligencia el mayor campeón es Shakespeare. ‘Life is tale told by an idiot’: unas cuantas palabras antiguas, nada más; un mecanismo fácil de aprender. La gente cree que las obras están llenas de ideas profundas. Lo que es raro es que también se dejen engañar los escritores: deberían saber que no es para tanto.
Ese prestigio es aún más extraño porque hoy nadie lee. Por eso cunden monstruosidades como la interpretación sociológica de la literatura. Gracias a ella, mucha gente a quien una obra original no le sugiere nada ahora puede hablar de libros. Ya no se los juzga como buenos o malos, aburridos o divertidos. No: se los clasifica por tendencias, escuelas, generaciones. Un frenesí cortejado por cenáculos y comités afines a discurrir en un curioso dialecto militar que habla de vanguardias y retaguardias, aunque eso sí, en esas guerras de pandillas literarias nadie muere: son como efusiones de sangre en el escenario de un teatro. ¿Cómo alguien va a atreverse a rechazar un libro de Robbe-Grillet por un argumento tan poco estimulante como que es aburrido? Es demasiado obvio.
Novelista es el artesano que nos propone cuatro o cinco personas, cuatro o cinco nombres, y los hace convivir, dormir, despertarse, almorzar y tomar el té hasta llenar el número exigido de páginas. ¿Alguien ha leído a los que pasan por grandes escritores? Recuerdo ahora a Víctor Hugo. Si un personaje tiene que pasar por esta calle, se la describe, se dice alguna greguería sobre ella, y mientras tanto la novela espera. "Salga de ay con ese gallego insoportable", se reía Macedonio Fernández. "El lector se ha ido y él sigue hablando”. Pascal nos asesta por ahí la frase “la virtud aperitiva de una llave”, que es menos ingeniosa que ridícula. Por qué no entonces “encabecé una boina”, o “salto de la cama y me pongo la mañana estival”, o “me puse un bife con papas fritas”. Para eso da la literatura, después es una lata espantosa, Milton, Homero. Para eso sí sirve, para esos juegos verbales. “Me inculcó un puntapié en el culo”. “A la mañana me incremento con un café con leche”. “Cagó fuego y cocinó unos buñuelitos deliciosos”.
Alguna vez me dijeron que a un conocido y a un joven amigo suyo los acusaron de un error gramatical; de haber confundido los géneros.
Marcel Proust emplea el epíteto “cardíaco” para referirse a cosas del corazón como órgano del sentimiento. Es como escribir “apliqué, en el lomo canino, una caricia manual”. El hecho de que pueda decirse “un círculo cuadrado” o “una montaña de oro” preocupa, lleva a lamentar la falta de una gramática verdaderamente lógica, porque crea entidades irreales. Lo dicho: la literatura es un entretenimiento y alguna vez pasará al olvido. Allí donde nos esperan tantos que llegaron temprano adonde llegaremos todos. Incluso aquellos cuyas obras bien podrían integrar una antología de escritores justamente olvidados.
Alberto Girri, por ejemplo. Un escritor famoso a pesar de su obra. Su poesía es una poesía que uno olvida a medida que lee. O alguien que fue mi amigo, Ricardo Güiraldes. Una vez charlé con un director de su museo y me pareció tentado a a admitir que Güiraldes no es para tanto. El director de su museo. Una situación extraordinaria.
Eduardo Mallea escribía novelas con grandes títulos, como La penúltima puerta. Es una lástima que se obstinase en añadirles libros. Ahí tienen a Mujica Láinez, cuyas obras cunden en episodios encadenados unos tras otros sólo porque le divierten. Después el lector se pregunta por lo que quiso decir el autor, y es precisamente lo que el autor nunca supo. Una vez me enyesaron una pierna. Manucho, qué hombre pomposo, la tocaría y diría “así empieza la estatua”. Va al Museo de Luján y todas las antiguallas reviven. Manucho no mira los cuadros fríamente: es un contemporáneo de lo que está mirando.
A veces la mejor literatura es involuntaria. Me contaron una vez de un vecino de Morón que “heredó y se mudó al quilombo”. Extraordinario. La frase es perfecta: es curioso cómo personas totalmente ajenas a la escritura ingresan, por un momento, en la literatura. Pero no hay que arruinar ese hallazgo escribiendo un cuento con esa idea. No: “heredó y se mudó a un quilombo”. Extraordinario.
Una vez estuve con las nietas de José Hernández. Me contaron algún recuerdo esas señoras criollas y simpáticas. Me dijeron que, si iba a visitarlas, me mostrarían las obras que desde el más allá Hernández les habrá dictado. Esa situación es propia de un cuento de Wells, o mejor aún, de Henry James. Es literaria sin sospecharlo. Quién sabe, tal vez esas obras sean prueba de otra vida, pero cualquiera de nosotros preferiría perfeccionar la pereza antes que comprobarlo, y alegaríamos estar sin duda muy ocupados, yendo al cóctel de una baronesa “que es, créame, señora Hernández, una mujer aburridísima”.
Ya en el final de esta presentación es hora de advertir que acecha al escritor el peligro inverso al del olvido, el de la fama, esa vida de fantasía en el aliento de los otros, como la definió Pope. Es peor al envejecer: empiezan a considerar que uno merece la gratitud del pueblo y sólo falta que te regalen la llave de un mausoleo.
El nombre más público de la gloria para un escritor es ser un Premio Nobel de Literatura. Fatalmente algún día le llegará el turno a un argentino, porque el internacionalismo insensato es una de las tradiciones veneradas por la Academia Sueca. Sin duda, Benavente y Echegaray fueron agraciados por el solo prestigio de la música de Bizet; el bengalí Tagore debió su lucrativa apoteosis a la circunstancia natural de ser bengalí, y Sienkiewicz era satisfactoriamente polaco. Esa versatilidad significa que antes o después del Juicio Final los suecos nos decretarán a los meros argentinos que tenemos un escritor equivalente a George Bernard Shaw. Por lo pronto han galardonado a Gabriela Mistral, o a Juan Ramón Jiménez, lo que prueba que son mejores para inventar la dinamita que para dar premios.
Además ¿quién sabe por qué lo recordarán a uno? Siempre la gloria es una simplificación y a veces una perversión de la realidad; no hay hombre célebre a quien no lo calumnie un poco su gloria. Para América y para España, Schopenhauer es primordialmente el autor de El amor, las mujeres y la muerte: rapsodia fabricada con fragmentos sensacionales por un editor levantino. Jonathan Swift se propuso enjuiciar al género humano en Los Viajes de Gulliver, que hoy se leen como literatura infantil. Cervantes quería componer una parodia de las novelas de caballería; José Hernández, un folleto popular contra el país posterior a la batalla de Caseros y las levas del Ministerio de Guerra. La gloria es tan confiable como Maruja, la señora que me dactilografía los textos. Ella trabaja con extraordinaria lentitud, pero muy mal, muy mal. Puede salir cualquier cosa. Uno le dicta un cuento de gauchos orientales y ella puede entregarte la Historia Natural de Plinio en latín.
Espero no haber sido indigno de su aplauso indulgente. Buenas noches..