UN LARGO CAMINO A CASA
La historia involucra una guerra, un pelotón de prisioneros, un tren cargado de oro y una huida, a través de miles de kilómetros, en busca de un puerto a través del cual retornar a la tierra natal. Parece una excelente historia para un western ambientado en la época de la Guerra de Secesión ¿no? Sin embargo, es una historia real, y no ocurrió en las llanuras del Mississippi hacia 1862, sino en medio de Siberia hacia 1918. Es una historia tan llena de coraje, determinación y astucia como de codicia, sangre y traición: en suma, una historia protagonizada por personas que encarnaron, a la vez, lo mejor y lo peor de la condición humana. Con ustedes, la retirada de Rusia de la Legión Checoslovaca en medio de la Gran Guerra y la Revolución. [Versión del artículo publicado en Televicio Webzine aquí, en octubre de 2008].
HOLLYWOOD NUNCA APRENDERÁ
Es extraño que el cine y la literatura no se hayan ocupado más de una historia como ésta. Tiene todo: coraje, sangre, astucia, determinación, codicia, traición, y el anhelo de hombres envueltos en una guerra por regresar a su tierra natal. Regreso que requería atravesar más de ocho mil desolados kilómetros soportando un clima riguroso y el fuego enemigo para, entonces, cruzar dos océanos, sortear un bloqueo submarino y tener que derrotar a una de las más formidables maquinarias bélicas de la historia, la del Káiser Guillermo II de Alemania y sus aliados Habsburgo. Porque, por si fuera poco, a la patria de checos y eslovacos había que crearla: estaba integrada a la fuerza al Imperio Austrohúngaro.
Un eventual interesado en narrar la aventura de los integrantes de la Legión Checoslovaca cuenta también con obvios paralelismos literarios e históricos que pueden servirle para enriquecer la trama: por dar dos ejemplos clásicos, la Odisea y la Anábasis de Jenofonte, la crónica de la desesperada retirada de diez mil mercenarios griegos del Imperio Persa, a fines del siglo V antes de nuestra era, una vez que el aspirante al trono que los había contratado fue muerto y derrotado.
(Derecha: el Transiberiano a comienzos del siglo XX).
Tal vez (sólo tal vez) a esta historia le jueguen en contra dos factores: uno, que sus protagonistas pertenecen a dos naciones más bien ignotas; el otro, que se trata de una gesta colectiva más que de la obra de un héroe o grupo de héroes. No hay aquí grandes papeles protagónicos, no hay aquí un Napoleón, o un Bolívar, o un Julio César, porque los legionarios más conocidos son nombres que dicen poco o nada fuera de sus países de origen: dos posteriores presidentes de Checoslovaquia, el antiguo arquitecto Jan Syrový y el antiguo granjero Ludvik Svoboda, un militar que devino líder fascista, Radola Gajda, y un escritor satírico, Jaroslav Hasek.
Este rodeo a modo de comienzo no tenía otro objetivo que explicar mi interés por la historia. Con un poco de suerte, espero que lo que sigue a continuación despierte el interés del eventual lector.
EN BUSCA DE UNA PATRIA
Los checos y los eslovacos son dos pueblos vecinos
del centro de Europa. Ambos son predominantemente católicos, y hablan idiomas
de raíz eslava que son mutuamente comprensibles con un poco de buena voluntad
(algo parecido a lo que nos sucede a los que hablamos castellano con los que
hablan portugués). A comienzos del siglo XX, Bohemia y Moravia (las dos
regiones donde se habla checo) eran ricas regiones industriales integradas a
Austria; Eslovaquia, una tierra de campesinos y mineros dependiente de Hungría.
Austria y Hungría eran reinos separados con un mismo soberano, el anciano
Emperador Francisco José I de Austria, un Habsburgo, por cierto el esposo de la Emperatriz Sissí. También tenían gabinete, fuerzas armadas, moneda y aduana comunes, pero los factores de
unidad se acababan allí. Si bien la gran mayoría de la población era católica,
había importantes minorías luteranas, calvinistas, ortodoxas, judías e incluso
islámicas. En Austria, los austríacos habían impuesto el uso de su propio
idioma, el alemán; en Hungría, los húngaros habían logrado hacer lo mismo con
el magiar en 1867, además de obtener un gobierno y un parlamento separados. El
acuerdo hubiera funcionado si no fuera porque el Imperio Austrohúngaro
agrupaba, además de a las dos nacionalidades dominantes, a una miríada de
pueblos diferentes, cada uno de las cuales pretendía (al menos) el mismo
arreglo que los húngaros le habían arrancado a la corona de Viena. Los
austríacos, de mala gana (1), habían cedido ante los checos
en cuanto al uso de su idioma en Bohemia y Moravia, pero en poco más; los
húngaros no estaban dispuestos a ceder en nada ante nadie. Las crisis eran
frecuentes: las conspiraciones separatistas eran cuestión de cada día. Cuando
el Imperio quedó involucrado en
la Gran Guerra
que comenzó en 1914 (2),
muchos de esos conspiradores prefirieron desertar y volver sus armas contra su
propio Estado.
Entre ellos estaban los círculos de exiliados checos y eslovacos en países como Rusia o Francia, que comenzaron a formar grupos de voluntarios para luchar por la liberación de sus patrias. A ese núcleo se le sumaron compatriotas que militaban en los ejércitos de los Habsburgo y que desertaron o fueron tomados prisioneros en el frente oriental: ya en 1914 había una brigada del ejército ruso formada por checos y eslovacos, llamada desde 1916 Brigada de Rifleros Checoslovacos (Československá střelecká brigáda). En 1917, esa brigada y otras similares que luchaban en Francia, Italia y Serbia se unieron para formar la Legión Checoslovaca, a imitación de la famosa Legión Extranjera francesa, y con vistas a servir de base para la conformación de las fuerzas armadas de Checoslovaquia una vez declarada la independencia.
La brigada que servía en el
frente ruso contaba con 7300 hombres y estaba formada por tres regimientos, que
recibieron nombres de líderes de una insurrección del siglo XV contra los
Habsburgo (3):
el Primer Regimiento, Jan Hus; el Segundo, Jiří z Poděbrad; el Tercero, Jan Žižka.
Para octubre de 1917 ya había un considerable ejército de dos divisiones, y que
llegó a tener 60 mil hombres.
En ese entonces, la guerra
marchaba muy mal para Rusia: en marzo había abdicado el zar Nicolás y asumido
un gobierno provisional liderando por Aleksandr Kerensky; a comienzos de noviembre, los bolcheviques se
harían con el poder. El nuevo gobierno, consciente del desastre militar,
económico y social al que se enfrentaba, entró en negociaciones con Alemania y
Austria-Hungría a espaldas de los antiguos aliados occidentales, y el 3 de
marzo de 1918 firmó el Tratado de Brest-Litovsk, una de cuyas disposiciones significó la retirada
de Rusia de la guerra.
Sin apoyo ruso,
la Legión
no podía
seguir combatiendo, y consecuentemente, acordó con el gobierno revolucionario,
el 14 de marzo de 1918, que se le facilitara su evacuación hacia Francia, donde
proseguiría la lucha por la liberación de las patrias. Pero, dado que el
poderío de los Imperios Centrales hacía impracticable cualquier viaje hacia el
oeste, a
la Legión
no le quedó otra alternativa que emprender la vuelta al mundo
viajando hacia el este: debía cruzar Siberia (un periplo de más de 5 mil
kilómetros), embarcarse en Vladivostok con rumbo a América y, desde allí,
atravesar un Océano Atlántico infestado de submarinos alemanes para seguir la
lucha en Europa Occidental. Verdaderamente, un viaje de pesadilla. O, claro, si
hablamos de asuntos checos… kafkiano.
TRENES RIGUROSAMENTE VIGILADOS
Otra disposición del Tratado de Brest-Litovsk establecía el retorno a sus países de los prisioneros alemanes, austríacos y húngaros, que habían sido internados en Siberia. El 14 de mayo de 1918, en la estación del legendario Ferrocarril Transiberiano de Chelyabinsk, del lado asiático de los Urales, se encontraron un grupo de prisioneros húngaros (en viaje al oeste) y un pelotón de la Legión Checoslovaca (en viaje al este). No está claro lo que pasó, pero aparentemente hubo disturbios entre ambos grupos, y entonces las autoridades comunistas desarmaron y arrestaron a los checoslovacos. (También parece que se trató de una excusa: había órdenes previas del gobierno de obstaculizar la evacuación, a consecuencia de las amenazas transmitidas por el embajador alemán, el Conde Von Mirbach-Harff). Otro pelotón checoslovaco, enfurecido, asaltó la estación ferroviaria y liberó a sus compañeros, y terminó adueñándose de la ciudad. El gobierno ruso, entonces, ordenó que se capturara y desarmara a todos los legionarios, con lo que estalló un conflicto a lo largo del Transiberiano, en el que las desorganizadas milicias bolcheviques no fueron rival para la Legión, que para comienzos de julio controlaba la mayor parte de la línea entre los Urales y Vladivostok.
Con los checoslovacos expulsando a las fuerzas del gobierno central, pronto se alzaron en armas multitud de grupos secesionistas o anticomunistas en toda Siberia, con lo que el derrumbe del régimen revolucionario pareció cercano. A mediados de julio de 1918, cuando los legionarios estaban a un día de marcha de Yekaterinburgo, y bajo el temor de que decidieran liberar al zar Nicolás II y a su familia (que estaban recluidos en esa ciudad) los comunistas decidieron asesinarlos.
Consciente de que la Legión era poco menos que la columna vertebral de la reacción (el citado Radola Gajda llegó a ser el comandante supremo de los antibolcheviques) el gobierno revolucionario decidió considerar la destrucción de sus antiguos aliados como uno de sus objetivos principales, y para ello hasta recurrió a armar a sus antiguos enemigos, los prisioneros de los Imperios Centrales que se había comprometido a devolver a casa: se dio el caso, entonces, de que algunas batallas de la guerra por la independencia de Checoslovaquia del Imperio Austrohúngaro se libraron en las profundidades de Asia. Preocupados por el caos que envolvía a Rusia, fuerzas militares de Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y Japón habían comenzado a desembarcar en Vladivostok en abril de 1918, tratando de hacer contacto con los checoslovacos. Pero en pocas semanas el escenario cambió por completo: Alemania y sus aliados se derrumbaron entre setiembre y noviembre, con lo que la evacuación de la Legión dejó de interesar a los vencedores. Y además, éstos comenzaron a recelarse entre sí: Japón apoyaba una intervención en gran escala en Rusia y la creación de un estado títere en Siberia Oriental, mientras que Estados Unidos comenzaba a temer a la expansión de sus aliados nipones tanto como al gobierno de Lenin, y presionaba por el pronto retiro de todas las fuerzas extranjeras.
Desperdigados por la enorme y helada Siberia, sin
dinero, sin aliados, rodeados de fuerzas hostiles, a los checoslovacos no les
quedó otra salida que involucrarse en la guerra civil rusa y atarse a los
destinos (y a los recursos) de los antibolcheviques: los brutales cosacos del Almirante Aleksandr Kolchak (1874-1920)
o del Atamán Grigori Semiónov (1890-1946) y sus aliados japoneses. En
agosto de 1918, los checoslovacos se anotarían un gran éxito: la toma de la
ciudad de Kazán, un importante puerto sobre el Río
Volga, del lado europeo de los Montes Urales. Con la ciudad, caería también en
su poder el tesoro de los zares, incluyendo nada menos que 540 toneladas de
oro, que fueron a robustecer las arcas del gobierno de Kolchak en Omsk.
EL ÚLTIMO VAGÓN
Pero del oro hablaremos más adelante, porque primero deberemos aclarar el papel decisivo de los ferrocarriles en la guerra civil rusa. (Recordemos que, hacia 1918, estábamos recién en los comienzos de la era del automóvil incluso en países avanzados como Estados Unidos: la atrasada Rusia estaba varios pasos por detrás, y más aún la remota Siberia). El tren ya había sido imprescindible para la colonización de los extensos e inhóspitos territorios asiáticos de Rusia a fines del siglo XIX; la doctrina militar rusa de comienzos del siglo XX (que, al igual que las de las demás grandes potencias, se basaba en la rapidez de la movilización de las tropas y la fluidez de la línea de abastecimientos y comunicaciones) había convertido al manejo de las redes ferroviarias en cuestión de seguridad nacional. De hecho, los historiadores suelen señalar que, paradójicamente, las grandes mejoras que dicha red experimentaba en los años inmediatamente anteriores al estallido de la Gran Guerra obraron como un aliciente para el ataque alemán de 1914: los asesores militares del Káiser calcularon, alarmados, que al ritmo de avance del tendido de vías, quedarían en inferioridad estratégica con respecto a su gigantesco vecino oriental hacia 1916.
También se ha señalado que el territorio que
controlaban los revolucionarios de 1917 era precisamente aquel en el cual la
red era más densa, con lo cual gozaban de una importante ventaja sobre sus
adversarios, por lo general obligados a movilizarse a pie o a caballo y, por
ende, muy limitados en su despliegue. Pero además, los bolcheviques sabían
hacer uso de dicha ventaja: el Comisario del Pueblo para
la Guerra
, León Trotsky,
empleaba como
cuartel general móvil un tren que contenía una oficina, una imprenta, una
estación telegráfica, un centro radiotelegráfico y otro eléctrico, una
biblioteca, un garaje y una instalación de baños. (Era tan pesado que se necesitaba,
para arrastrarlo, dos locomotoras).
La guerra dio un vuelco a favor de los comunistas
durante 1919, que entonces comenzaron la reconquista de Siberia. La cual, como
puede colegirse de lo expuesto, consistió en la captura de sucesivas estaciones
del Transiberiano ante unos checoslovacos que, por su parte, defendían la línea
con un curioso ingenio: un tren
blindado artillado llamado Orlik (“pequeña
águila”, en checo) y que en realidad había sido capturado a los bolcheviques en
Simbirsk.
(Derecha).
Hacia fines de 1919, los soldados de la Legión estaban agotados por una guerra que sentían ajena y deseaban volver a casa: además, con el derrumbe de los Imperios Centrales, ya existía una gallarda República Checoslovaca. Por su parte, la retirada de las fuerzas antibolcheviques hacia Extremo Oriente comenzaba a parecerse a una fuga desordenada, y la crueldad y prepotencia de los cosacos les granjeaba la antipatía de la mayoría de los soldados checoslovacos. Kolchak y Semiónov, desesperados por la marcha de los acontecimientos, tramaban demorar la evacuación de la Legión, sus únicos soldados de valía, y tuvieron la mala suerte de que sus comunicaciones fueran interceptadas. Fue el comienzo del fin.
En enero de 1920 los legionarios llegaron a un acuerdo con Trotsky: finalmente se les facilitaría el paso hacia Vladivostok. El precio fue una traición: la entrega de su aliado Kolchak y del oro del zar a los comunistas. El almirante fue fusilado a los pocos días. En cuanto al oro…
EL BOTÍN DE LOS VALIENTES
Podemos dar por seguro un hecho: entre el momento en que la Legión Checoslovaca tomó el control del tren y su devolución al gobierno de los comunistas rusos desaparecieron 123 millones de dólares en oro al valor de la época: hoy éste sería diez veces superior. La evidencia circunstancial apunta a los checoslovacos, pero ahí comienza el problema, porque escasean las pruebas. La versión más aceptada de la historia, lo que no quiere deci que sea igual a la verdad, sostiene que sólo siete de los ocho vagones que cargaban el oro de la reserva imperial de Kazán fueron devueltos al gobierno de Moscú, y la Legión conservó en su poder el restante, con el fin de asegurarse la repatriación comprando o alquilando barcos en Vladivostok. Hubo un remanente, que aparentemente sirvió para fundar una institución bancaria en Praga, el Banco de la Legión (Legionářská banka o, en su forma abreviada, Legiobanka). Dos investigaciones diferentes apuntan a transferencias bancarias producidas por esas fechas en Vladivostok: William Clarke, en su libro The Lost Fortune of the Tsars ("la fortuna perdida de los zares") afirma que se usó la sucursal de Vladivostok de, cuándo no, la Hongkong & Shanghai Banking Corporation (HSBC): Shay McNeal, en The Secret Plot to Save the Tsar ("el complot secreto para salvar al Zar") sostiene que la ruta del dinero sigue por bancos de San Francisco. Los historiadores checos y eslovacos niegan esto, y basan su versión en documentos como los protocolos firmados entre representantes de la Legión y de los bolcheviques, que establecen que todo el oro fue devuelto. Hay quien afirma que la diferencia se debe a que los antibolcheviques lograron sacar de Rusia una parte del tesoro antes de perder el control a manos de sus mercenarios checoslovacos.
Los evacuados desde Extremo Oriente, a partir del 15 de enero y hasta el 2 de setiembre de 1920, totalizaron 67.739. Antes de embarcar, los checoslovacos entregaron sus armas al movimiento independentista coreano. Que se había levantado en armas contra… los japoneses.
La novela gráfica Corte sconta detta Arcana / Corto Maltés en Siberia, del gran Hugo Pratt, publicada por entregas entre 1974 y 1977, ficcionaliza algunos aspectos de esta historia, en especial (¡cuál iba a ser!) el del tren con el tesoro de los zares.
NOTAS
(1) En honor a la verdad, debe
decirse que el dominio austríaco era relativamente benévolo, además de bastante
ineficaz, y en comparación con posteriores pesadillas totalitarias padecidas por
los checos, como el nazismo o el estalinismo, casi un juego de niños.
(2) De hecho,
la Primera Guerra
Mundial comienza con el asesinato en Sarajevo, Bosnia, del heredero del trono
austrohúngaro y de su esposa por un grupo separatista serbio. Véase esta página.
(3) Los reclamos de Jan Hus y
sus seguidores (husitas) eran más bien de índole
religiosa, pero fueron reinterpretados en clave nacionalista durante el siglo
XIX. ¡El uso político de la historia tiene su historia! Véase esta página.
VÍNCULOS
Sitio dedicado a la Legión Checoslovaca (en
inglés)
“Civil
War in Siberia: The Anti-Bolshevik Government of Admiral Kolchak, 1918-1920”.
Jonathan D. Smele. Cambridge
University Press, 1996 (en inglés).
“The
Bolsheviks and the Czechoslovak Legion: Origin of Their Conflict March to May,
1918”. Victor M. Fic. Abhinav Publications, 2003 (en inglés).