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BAILAR SOBRE ARQUITECTURA: HONESTIDAD BRUTAL Y ZAPATOS DE GOMA

No estoy escribiendo comentarios de discos desde hace más de un año, y no por falta de interés en la música: en estos días, por ejemplo, estoy volviendo a escuchar el álbum debut de Los Siete Delfines y el último de Gustavo Cerati, así como los discos nuevos de Richard Coleman y el Indio Solari y el ya no tan nuevo de Daft Punk. Podría argüir que no escribo por falta de tiempo, que es cierto, pero en estos últimos meses pude guardarme unas horas cada tanto para escribir unas cuantas cosas, textos de ficción como el de los Cuatro Olvidados Memorables, o el del Encuentro en Hesperia, o un cuento que todavía no vio la luz de Internet y que responde al título de El Altar de Praga. También podría argüir que es un súbito reconocimiento de los límites de mi sapiencia musical, que también es cierto... pero tampoco es el caso.

Lo que me pasa con los comentarios de discos es más profundo que todo eso. Ya escribí hace un año acerca de que todo juicio de valor sobre un hecho artístico es un juicio subjetivo, y no hay manera de referirlo a patrones de medida objetivos o, lo que es lo mismo, universales. Y en este 2013 que ya entra a salir he empeorado: me es difícil encontrar un juicio de valor acerca de una obra artística al que no note intervenido por la subjetividad de su autor, a veces grotescamente. Tal vez no sería tan malo si al menos quienes escribimos sobre música fuéramos personas que hemos construido nuestro juicio en total libertad, y teniendo a nuestra disposición un catálogo enorme y variado como para formarnos. El problema es que ése no es el caso.

Nuestro juicio acerca de cualquier fenómeno artístico está condicionado, o al menos muy influido, por experiencias de vida que no tienen nada que ver con el arte. Comenzando por esa tremenda Muralla China que es la clase social a la que pertenecemos, algo que creo no requiere mayor explicación, y siguiendo con el grupo de amigos o de compañeros de colegio. ¿O acaso la necesidad de pertenecer a un grupo no nos llevó nunca a forzar nuestros gustos, o a cometer ese error simétrico que es abominar de la música que escuchan aquellos con quienes no nos quedó más remedio que compartir la adolescencia? ¿Estás seguro de que ese tema que te acompaña desde los catorce años y ha modelado tus gustos realmente es tan bueno como te parece, o lo que pasó es que se alojó como un intruso en tu mente a fuerza de incontables audiciones repetidas? ¿Es serio que no toleres a los Redonditos de Ricota básicamente porque eran la banda preferida de los más pelotudos de tus compañeros de aula? ¿Es serio que escribas acerca de música arrastrando semejantes prejuicios?

Yo agradezco la suerte de haberme tropezado muy chico con los Beatles, una banda capaz de abordar bien los estilos más disímiles, o aún de inventar los que no existían, porque me permitió ser receptivo a un universo musical mucho más rico que el del pibe al cual sólo le gusten ciertos estilos, o peor aún, ciertas bandas. (Me gusta el blues, me gusta el reggae, me gusta el punk aunque cada vez menos, hasta a veces me gusta el heavy metal, pero jamás podría escuchar sólo blues, reggae, punk o heavy metal). ¿Cuál es el valor de la opinión de alguien a quien sólo le gusta el rock cuadrado... fuera del mundo minúsculo del rock cuadrado? (Y me temo que áun dentro de ese mundo minúsculo: decía Rudyard Kipling "y qué sabe de Inglaterra aquel que sólo Inglaterra conoce").

Buena parte del valor que le damos a la música tiene que ver con experiencias del todo ajenas a su tan matemático mundo, y el ejemplo más obvio al respecto es, como dirían Huey Lewis & The News, el poder del amor. Asociar una canción con una persona amada o deseada es parte de la experiencia de casi todas las personas que conozco. Pero eso implica que el encanto de una canción bien puede estar menos en su armonía, su melodía, su ritmo o su letra que en el recuerdo de un beso en un ascensor o de unas piernas que se abren en una habitación a media luz. También pasa al revés, y voy con un ejemplo personal: hay discos que me gustaron mucho pero que me cuesta escuchar porque me traen recuerdos de desamor, digamos El amor después del amor (¡justo ése!) o Narigón del siglo.

Por esta altura del texto me doy cuenta de que todo esto ya lo leí, y en forma mucho más elaborada, y que lo que estoy haciendo es aplicar a los fanzines y blogs de crítica musical la declaración de la muerte del sujeto cartesiano a manos de una patota integrada por patovicas del calibre de Marx, Freud, Gramsci o Foucault, entre otros. (O al menos lo que entendí de todo eso. Ante todo, honestidad brutal y zapatos de goma).

En fin. Todo esto para justificar la afirmación de que estoy un poco cansado de esos ejercicios de pura y simple arbitrariedad que a menudo se postulan como crítica musical, y todavía más aún, de comentarios agresivos con críticas totalmente desubicadas a gente que hace comentarios de discos. Y que por ende me cuesta mucho proponerme entrar en ese juego al cual ¿Elvis Costello? ¿Frank Zappa? ¿Caruso Lombardi? definiera inmortalmente: "escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura".

Después de leer esto, te imaginarás entonces qué poco entusiasmo puedo sentir por proponer o aún avalar desde este rincón de Internet "soluciones" a la permanencia de un núcleo duro de exclusión social, a la necesidad de poner en caja a las mafias uniformadas que todavía inocentemente llamamos policías provinciales o a las demandas de los fondos buitres en los tribunales de Nueva York.

Pero ese es un mea culpa que ya hice.

 

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