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ESTE VALLE DE LÁGRIMAS

Un comentario doble de dos viejas películas que vi en estos días, la sueca “El séptimo sello” de Ingmar Bergman y la norteamericana “La pandilla salvaje” de Sam Peckinpah. O ¿a qué podemos aferrarnos ante el silencio de Dios? Atención: si no querés conocer aspectos de la trama de ambos filmes, éste es el momento de dejar de leer esta reseña.
 
El séptimo sello” comienza presentándonos a un caballero cruzado, Antonius Block (Max Von Sydow) y su culto y escéptico escudero Jöns (Gunnar Björnstrand) que retorna de Tierra Santa a Suecia a mediados del siglo XIV, cansado y lleno de dudas, para encontrar a su país azotado por la plaga de la Peste Negra y por un consiguiente y supersticioso estallido de fanatismo religioso. En un alto del camino, se le presenta la Muerte (Bengt Ekerot) dispuesta a llevárselo, pero Block consigue que se trabe con él en un duelo de ajedrez, tratando de ganar tiempo para realizar un acto que le dé sentido a su vida.

 

En el camino de regreso a su castillo, Block y Jöns tropiezan con varios personajes que terminarán acompañándolos en su viaje. Por empezar, una sierva muda (Gunnel Lindblom) a quien Jöns salva de ser violada y asesinada por un miserable que roba las casas de los muertos por la Peste , que resulta ser un antiguo teólogo, Ravel (Bertil Anderberg) responsable de haber decidido a Block a abandonar a su esposa y a sus posesiones para emprender la Cruzada, arrastrando en su decisión al pobre Jöns. Luego, un trío de juglares itinerantes, dirigido por Skat (Eric Strandmark) e integrado además por el matrimonio del poeta y músico Jof (Nils Poppe) y Mia (Bibi Andersson), padres de un bebé. Para terminar, el matrimonio mal avenido del herrero Plog (Ake Fridell) y Lisa (Inga Gill): el triángulo amoroso de Skat, Lisa y Plog es responsable, junto con el ingenio de Jöns y de Jof para los apuntes mordaces, de los shakespearianos interludios humorísticos de la obra.

 

Las dudas de Block ante el silencio de Dios frente a los sufrimientos de este valle de lágrimas eclosionan en dos escenas: en la de su confesión ante un sacerdote que resulta ser la propia Muerte, en la de su encuentro con una joven prisionera de la Inquisición, acusada de tratos con el Diablo (Maud Hansson) a quien le pide que lo invoque allí mismo, en su desesperación por hallar un signo de la existencia de lo trascendente, así fuera por vía demoníaca.

 

Cuando las piezas negras de la Muerte arrinconan a las blancas de Block, éste concede el jaque mate para lograr que el matrimonio de actores huya con su hijo y lo ponga a salvo (salvo Block, sólo Jof - el poeta - puede ver a la Muerte ). Ésta advierte a Block que, la próxima vez que lo encuentre, será para llevárselo junto a todos los que se encuentren con él, y además confirma los temores del caballero: no existe una dimensión trascendente, y ni siquiera la propia Muerte existe como entidad metafísica.
 
Al llegar al castillo, Block y sus amigos son recibidos por la esposa del noble (Inga Landgré). Todos comparten una cena en medio de una tormenta feroz, mientras la esposa de Block les lee a todos pasajes del Apocalipsis de San Juan (de allí el nombre del filme). Es ese el momento que elige la Muerte para presentarse, y todos reaccionarán de acuerdo a su personalidad: Block, solicitando la misericordia divina; Jöns, entregándose en rebeldía contra el Destino, y censurando al caballero por haber renunciado a una vida feliz junto a su esposa por perseguir el espejismo de lo trascendente; Plog (alegoría de la fe de las personas simples) recibiéndola con humildad; la sierva muda, hablando por primera vez y expresando su regocijo por el fin de sus sufrimientos. En la escena final Jof (que recordemos, puede ver Más Allá) percibe a todos los personajes bailando la Danza de la Muerte en el horizonte, y conduce a su familia a salvo en un bello amanecer soleado.

 

El guión de la película es una adaptación de una obra teatral del propio Bergman, y hay que decir que se nota: ciertas líneas de diálogo muy sentenciosas tienen un origen teatral evidente (“ya pronto va a amanecer, y el nuevo día nos amenaza como una pesadilla insoportable”; "bailan al amanecer y es una danza solemne hacia las tierras oscuras, donde la lluvia lava y limpia de las mejillas la sal de sus lágrimas”). Pero, por ese origen, sorprende que lo más flojo de “El séptimo sello” sea precisamente el texto: porque la fotografía en blanco y negro es de una expresividad sublime, y las actuaciones son impecables (el rostro de Von Sydow es la expresión misma de la angustia existencial, cada aparición de Bibi Andersson inunda de luz y de calidez la pantalla, Björnstrand se luce descerrajando impávido sus one-liners, Poppe dota a su personaje de gracia particular).

 

Además, hay algunas escenas que probablemente funcionen mejor en teatro que en cine: la de la muerte de Skat, por ejemplo, que me generó sonrisas de incredulidad (¿de verdad escribió esta escena Ingmar Bergman, el reputado cineasta sueco Ingmar Bergman? ¿No será el rabino Bergman?) o la de la Danza antedicha. Tal vez aquí entren a jugar (para mal) los cincuenta y pico de años que tiene la obra (se estrenó en 1957): la distancia cultural que nos separa con esos años ’50 marcados por el existencialismo y por un cine que todavía solía exhibir sus marcas de origen en los tablados es ya demasiado grande.

 

Entre los méritos de la obra, también habría que contar su duración: sus 96 minutos son justos; un poco más sería redundante, y además la pesadez de los textos terminaría imponiéndose sobre los aspectos positivos ya reseñados. O las libertades que se toma con la historia (hacia 1350 ya hacía décadas que las Cruzadas eran cosa del pasado, y los flagelantes – que aparecen brevemente –  aún no habían llegado a Suecia) y que son de una tremenda eficacia a los propósitos de la narración: sepan que el cine no es el canal Encuentro o el History Channel, señoras y señoras. O la belleza impar de virtualmente todas las actrices que participan del filme (por cierto, Bergman era un mujeriego notorio). O la obra de Woody Allen, admirador de Bergman y un perfecto Jof judío y neoyorquino, con algunas trazas de Jöns. O el icónico duelo de ajedrez inicial, con los dos jugadores recortados contra el mar, homenajeado y parodiado varias veces en el cine y la TV de todo el mundo: por caso, en la vieja serie Seinfeld, cuando quienes se enfrentan en una partida a todo o nada son… el cerebro y el pene de Jerry, a consecuencia de su relación con cierta dama infartante pero de una estupidez supina.

 

“El séptimo sello” planteó el tema del silencio de Dios. ¿A qué valores podemos aferrarnos, en ausencia de una Divinidad? “La pandilla salvaje” (película de Sam Peckinpah estrenada en 1969) comienza con una escena casi sin diálogos que resume los 96 minutos del filme de Bergman en unas pocas tomas: unos soldados norteamericanos ingresan a caballo a un pueblo tejano en la frontera con México, hacia 1913, mientras unos chicos se divierten mirando cómo unas hormigas coloradas devoran a unos escorpiones que ellos mismos les arrojan, antes de acabar con hormigas y escorpiones por igual por vía del fuego. Estamos en un mundo donde imperan la crueldad y la muerte y nadie es inocente, parece afirmarse en esa lacónica y magistral escena: Peckinpah dedicará las siguientes dos horas y pico a confirmar esa intuición del espectador, y a sugerir una vía para sobrellevar mejor ese destino: la amistad.

 

Los soldados que entran al pueblo son en realidad miembros de una pandilla de asaltantes, liderada por los veteranos Pike (un magistral William Holden) y Dutch (Ernest Borgnine), y el asalto que planean realizar a la tesorería de la compañía ferroviaria es en realidad una trampa urdida por su siniestro detective, Harrigan (Albert Dekker) y por Deke Thornton (Robert Ryan), antiguo amigo y compañero de andanzas de Pike, y que (luego sabremos) por una distracción de éste acabó en la cárcel de Yuma, de donde fue sacado por Harrigan con el solo fin de ayudarlo a atrapar a la banda. Cuando Pike se da cuenta de que se trata de una celada, trata de huir aprovechando un desfile de partidarios de la prohibición de las bebidas alcohólicas (estamos en los años inmediatamente anteriores a la famosa Ley Seca). En el consiguiente tiroteo, y ante la cruel indiferencia tanto de los delincuentes como de la banda de cazarrecompensas reclutada por el ferrocarril, varios inocentes mueren en medio del fuego cruzado, y la mayor parte de la banda logra escapar; Deke, que tuvo en la mira a Pike por un instante, se dio cuenta de que no era capaz de dispararle.

 

Tras el escape, y mientras Harrigan revela su absoluto desinterés por las muertes inocentes (“aquí nosotros representamos la ley”) y ordena a Deke traerle vivo o muerto a Pike antes de 30 días o volverá a la cárcel, la banda de Pike debe matar a un compañero malherido porque su condición dificulta la huida del grupo hacia una guarida donde los espera el viejo Sykes (Edmond O’Brien): en apenas 25 minutos electrizantes, a pura acción y con diálogo mínimo, Peckinpah ya presentó a los personajes, bosquejó sus motivaciones y planteó el conflicto que vertebra la película.

 

Para peor, al llegar al escondrijo, la banda descubre que los sacos contienen en realidad meras arandelas de hierro, y los hermanos Lyle (Warren Oates) y Tector Gorch (Ben Johnson) desafían el liderazgo de Pike, usando como excusa al novato Ángel (Jaime Sánchez). El conflicto es superado gracias a Sykes, pero la crisis no acaba allí, porque los envejecidos Pike y Dutch comienzan a pensar que su época ha pasado (“tenemos que comenzar a pensar más allá de nuestras pistolas, esos días se están terminando”) y que su vida va camino hacia ninguna parte (“quisiera dar un gran golpe y retirarme”, dice Pike; Dutch responde “¿retirarte a qué?”). Por su parte, Deke comienza la persecución de sus antiguos compañeros, liderando a una partida de feroces cazarrecompensas (entre ellos Strother Martin y L.Q. Jones) cuyo comportamiento es indistinguible del de los peores forajidos, y cuya función parece ser tanto ayudar a Deke a acabar a la banda como vigilarlo para que no deserte.

 

La banda se refugia en México, azotado entonces por la guerra civil, y trata de vender algunos de sus caballos para obtener algo de dinero. Llegados al cuartel de las fuerzas progubernamentales, lideradas por un brutal señor de la guerra que se hace llamar General Mapache (Emilio Fernández), Ángel descubre a su antigua novia en brazos de éste, y la mata. Cuando la banda está a punto de ser masacrada, intervienen unos asesores militares alemanes de Mapache, que han visto las armas del grupo de Pike y están interesados en contar con ellas para los arsenales del Káiser. Mapache y sus asesores le proponen a la banda robar para ellos un tren con un cargamento de armas del ejército norteamericano, a cambio  de una buena suma en oro. Pike pide además (y obtiene) la liberación de Ángel, pero éste se niega a colaborar con los opresores de su pueblo: Pike logra que acepte participar ofreciéndole cambiar su porción del botín por una parte de las armas a robar, que serán destinadas a la insurgencia.

 

El robo es un éxito, pero Deke ya había deducido cuál iba a ser el siguiente golpe de la banda y la ataca cuando intenta volver a cruzar la frontera hacia México. Pike y su grupo logran escapar, entregan su parte del cargamento de armas a los amigos de Ángel y se trenzan en una complicada negociación con Mapache, sospechando una posible traición. Cuando se efectúa la última transacción, Mapache advierte a Dutch que sabe que Ángel se quedó con una parte de las armas, y lo toma prisionero: Dutch, impotente para rescatar a su compañero, debe entregarlo. Cuando la banda vuelve a reunirse, Pike termina de definir una especie de código de honor básico, válido incluso (especialmente) entre maleantes, que había formulado al comienzo del filme y que incluso respeta Deke, aún cuando parezca estar del lado de la ley: “cuando luchas junto a alguien adquieres un compromiso, de lo contrario eres como un animal, estás terminado. ¡Estamos terminados! ¡Todos nosotros!”.

 

Pike manda a Sykes a esconder el oro en las montañas y la banda retorna al pueblo a intentar que Mapache perdone a Ángel, aunque fuere a cambio de resignar una parte del precio ya cobrado. Mapache se niega y prefiere seguir torturando al joven: una característica de la película es que ni el ejército de Mapache ni los hombres de la compañía del ferrocarril parecen ser mejores que la banda de Pike, la que, en comparación, al menos parece aferrarse a una mínima norma ética, la de no abandonar a sus compañeros. La banda decide entonces ahogar sus penas en un burdel. Pike, tras tomar una prostituta y beber unos tragos de alcohol, pasa por unos momentos de crisis interior (magistralmente actuados por Holden, sin palabras, sólo son la expresión de su cara) que podemos intuir relacionados con todas las decepciones que la película ha ido subrayando, reúne a sus tres hombres (Dutch y los hermanos Gorch) y marcha decidido a lo que parece una muerte segura: los hombres de Mapache son doscientos, la posibilidad de salvar a Ángel casi nula. Cuando Mapache degüella al joven frente a ellos, Pike lo mata. Los mexicanos quedan paralizados: los cuatro bandidos, sorprendidos de que haber sobrevivido a ese momento, comprenden que tienen la posibilidad de morir como verdaderos valientes y comienzan a masacrar a las tropas de Mapache. El enfrentamiento final dura varios minutos y está filmado de manera notable. Peckinpah pensaba que su manera tan realista (y embriagadora) de filmar la violencia hacía que el gran público aprendiera a repudiarla: sobre el final de su vida, afirmó que se había equivocado. (¿Recuerdan la escena de los chicos con los escorpiones y las hormigas?).

 

En el final, en medio de una tormenta de polvo y del festín de los buitres, Deke y sus hombres llegan al pueblo casi desierto: los cazarrecompensas se llevan el cuerpo de Pike, mientras Deke decide quedarse, habiendo cumplido su parte del trato. Unos minutos después llega Sykes, con el grupo de guerrilleros indios amigos de Ángel: saluda a su viejo amigo Deke, le cuenta que los cazarrecompensas no fueron muy lejos, y le propone sumarse a su grupo. Deke acepta con una sonrisa.

 

Ya señalé la gran actuación de Holden, pero al destacarlo especialmente no quiero ser injusto con los demás: no hay fisuras en el elenco. Todos cumplen a la perfección con sus papeles.

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