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Natán Solans Capítulo 15, penúltimo capítulo, I parte: Con la Gran Mascarada y Fifot que palpa la máscara que no es máscara...
Roja de ira, la cara de Lumley Nerú se veía más espantosa todavía. Dueño comunmente de una notable serenidad ahora su rostro tenía un gesto de ira y sorpresa: sus ojos de fuego estaban ligeramente fuera de sus órbita y temblaba levemente, agitando su cabeza que parecía un queso por las manchas, su textura y el color. Bajaba desde la calle, por la boca de tormentas (que aún está alli, clausurada) por medio de un primitivo ascensor en el que había que tener cierto equilibrio. Erik, El Fantasma, adoraba los mecanismos. Cuando llegó al suelo del primer sótano (recuerden que había cinco plantas bajo tierra) movió la palanca de freno, al bajar, miró el vehículo y murmuró: - ¡Trampillas, resortes, escotillones, pivots, palancas y engranajes! - y Dios sabe lo que quiso decir con eso. Preso de una gran agitación arrojó su máscara de látex a un charco, lo mismo hizo con su sombrero de copa de paja pajuela, se fue desvistiendo mientras caminaba rápidamente, lo cual era raro porque era muy meticuloso y hasta maniático con sus ropas y disfraces. Seguramente, sabía que nunca más se tendría que disfrazar; se detuvo un momento, miró hacia su disfraz y por último quebró en dos su bastón, arrojándolo al suelo. Durante una semana trabajó casi sin dormir, casi sin comer concentrado en su tarea, solo sus ojos dorados refulgían y mostraban algo de vida en aquel cuerpo de momia. Con gran temor, Cristina Daé le hablaba al espejo, disculpándose, queriendo comunicarse con "el Ángel de la Música" que estaba ausente. En esa semana trató de no ver a su Vizconde; luego del suceso de Perrós-Garros casi no podía dormir sin tener pesadillas pero era una artista y se avecinaba, en dos días, la Gran Gala de la Opera Garnier a la que acudiría "el tout Paris" - en esa época, en oposición al que había sido presa del fuego en 1871, se acostumbraba decir "la nueva Opera" pues ese maravilloso edificio solo tenía veinte escasos años. Todos estaban excitados, desde los empresarios hasta las "lauchas", las chicas del cuerpo de baile. Tramoyistas, utileros, vestuaristas, escenógrafos y hasta las fregonas trabajaban a destajo. No por un plus de dinero sino por amor a ese edificio que los albergaba y en el cual hasta dormían y copulaban. Claro, en aquel maremagnum de actividad nadie observó la negra figura que bajaba por la cadena de la Gran Lucerna de seis toneladas cuajada de luces (ahora apagadas), cristalería (allí comenzó su fortuna el señor Swarovski) y pedrería. La figura parecía más delgada que de costumbre; quizas sería por sus ropas negras ajustadas al cuerpo como el de un Ninja. Mientras sacaba de sus diversos bolsillos limas, palanquines, aceite murmuraba: - Pivots, escotillones. No sin cierta dificultad logró limar totalmente uno de los eslabones del tamaño de una botella de cerveza, abriendo unos peligros seis milimetros pero, hábilmente, el Ninja lo envolvió con un fuerte alambre empavonado de negro, subió como una serpiente por la larga cadena uniendo el alambre a una polea tambien negra oculta en la oscuridad del agujero que daba a los altillos. Dejó chorrear un espesísimo aceite muy untoso y miró sonriendo la enorme masa de aquella célebre araña. Creo ya haber contado que en Buenos Aires, en ciertas ocasiones una orquesta de cámara de seis músicos suelen tocar dentro de la Lucerna de nuestro Teatro Colón; el Chandellier de la Opera Garnier es tres veces más grande. Como dije todos estaban atareados incluso Erik, que ahora trabajaba en unos autómatas sencillos copiados a Jacques de Vaucanson; se trataba de una bella mesa dieciochesca muy ornada donde descansaba una caja parecida a un ataud. Subiendo su tapa se podían ver sobre una superficie de arena dos muy realistas insectos mayores que la escala real: un escorpión y un saltamontes de hierro negro... - Trampillas, resortes, escotillones, pivots, palancas y engranajes... Luego de horas, con el imposible torso esqueletico cruzado por recios tendones y ligamentos, empapado en sudor, el Fantasma de la Opera giró con energía la palanca giratoria que sobresalía de la pared; entonces sucedió algo increible: en un lugar alejado de aquel tercer sótano pareció amanecer en la oscuridad y se vio claramente un horizonte rojo que iluminaba un frondoso árbol de donde pendía una horca cuya retorcida soga era metálica. ¡Mascarade! ¡Mascarada! ¿Les resulta familiar este nombre? Si son iniciados o adeptos a la comedia musical internacional - seguramente sí - como ya dije Lloyd Weber supo sacar provecho de este evento (muy común hasta 1928) creando uno de los pasajes más hermosos de su pieza teatral sobre Erik. La realidad es que esa fiesta de máscaras era un momento muy esperado por "el tout Paris", por toda esa gente que querían liberarse de la opresión de su rutina y las "buenas costumbres". Como en las "Fiestas Carnestolendas" - el Carnaval antigüo - todos se camuflaban mediante disfraces y máscaras, tomaban un poco de alcohol y "cocó" (cocaína muy pura), todo estaba preparado para la liberación total de los sentidos, por decirlo de una manera elegante... Quiero aclarar aquí algo que siempre me indignó pese a que mis ideas no son nada socialistas; en esa época en nuestra Argentina habían dos revistas muy leídas por el que no era analfabeto (el 67%, muy superior a los paises que nos circundaban) Caras y Caretas y P.B.T., ambas hablaban de las actividades de "la gente" y promovían copiarnos de los ingleses y franceses (como hoy se hace de Estados Unidos de Norteamérica). En París, el Reino Unido, la joven Norteamérica, Alemania, Paises Bajos, etc. se decía lo mismo: "la gente" eran los privilegiados que tenían acceso a la educación, la medicina, un abogado, un voto sensato, un microemprendimiento y demás. La injusticia social no advertida era espantosa: ser pobre significaba que a uno le pegaran si se equivocaba, que lo echaran a la calle, le sacaran su casa, violaran alegremente a su mujer o hijas y otras barbaries. Esto era común en en pleno siglo XX (hacia 1910) así que antes, cuando acontece nuestra historia, era mucho peor. De todas maneras, algunos avispados zaparrastrosos lograban conseguir un disfraz y podían colarse en la Gran Mascarada de la Opera Garnier. La sabia administración del Sr. André Méssanger, a todas luces la más sensata, que permitía, como sus antecesores, todas las libertades posibles en aquella Fiesta Nacional. 48 horas antes del 14 de Febrero: "la Féte des amoureux", parecido al Dia de San Valentín, los empleados de la Opera Garnier se esforzaban, sudando como caballos, para ornar y adornar todo el escenario (el Gran Foyer, la gran escalera) que serviría de fondo a las más de mil personas que, cómodamente, cabrían allí. La única condición es que todo el mundo "se déguisent" (tenga su propio disfraz) y fuera alegre, colaborador; lo cual no era raro; ya que el pueblo francés, como el brasileño es dado a la diversión desenfrenada. Cristina, como ya dije, evitaba a su Raoul pero, extrañamente, ambos eligieron vestirse de Colombina una y de Pierrot el otro, figuras de la Commedia dell Arte que siempre andan juntos, como novios, pero que nunca concretan... Todo el mundo, toda la gente y algunos pobres seleccionaban sus disfraces, algunos improvisados fruto de la adaptación de viejas prendas; otros, como los de los duques Orsini-Baraldo de un boato y pompa impresionantes, cuajados de esmeraldas, pieles de osos polares y pedrería, también del próspero Sr. Swarovski. Las plumas, sedas, lentejuelas, purpurina (que en aquella época era tóxica), brocatos, botones de nácar y madreperla, máscaras traídas de Venecia o fabricadas en la Opera, adornos de oro y plata, etc. Todo era consumido en cuestión de horas, haciendo que los mercaderes judíos parisinos hicieran "su agosto". Los músicos lustraban ellos mismos sus instrumentos aunque todos fueran profesores y las vestuaristas y zapateros estaban al borde del colapso. Expendíase comida y bebida gratuitas (!) y todo era de primera: el caviar, el champán, los vinos, carne, jabalíes, nueces, pecanas, ensaladas exóticas de palta (algo único, un tesoro gastronómico en aquel entonces), ananaes, plátanos, todo se ofrecía en demasía. Jamás podían mil comensales comer todo aquello, razón de más para que los hambrientos trataran de infiltrarse, pero Monsieur Cordel (un bruto de 140 kilos y una frente tan estrecha que la inteligencia debía arrastrarse para entrar) y su grupo de "garde du corps" impedía esto asesinando a golpes a más de una víctima de aquella injusticia social; luego el carruaje de la basura se llevaba los cuerpos sin que la policía se preocupara en investigar: estaban entretenidos en comer de lo que les invitaran. El pan de oro era cuidadosamente restaurado en las molduras, las alfombras y tapizados se limpiaban con cepillos de cerda de camello y para la apertura de la Fiesta todo brillaba iluminado por auténticas lamparitas eléctricas tan modernas en esa época como la última tecnología celular hoy. Cuando a las 20 en punto las enormes puertas del foyer se abrían, podía verse la enorme escalera de mármol blanco de la cantera de Carrara y todo el inmenso ámbito apenas iluminado por una pocas bujías eléctricas que brillaban en los inmensos candelabros de bronce bañados en oro puro y velas rojas: era una imagen fantasmagórica, sobrecogedora. El público, invitación en mano o bien audaces infiltrados, comenzaba a ingresar y en aquella penumbra de silencio propio de un templo, los amantes viejos y espontáneos se tocaban las manos, se rozaban, se olían adivinando aromas que se escondían debajo de los perfumes baratos o carísimos preparándose con expectativa para aquella noche singular... Entonces, en el momento menos esperando, cuando hacían poco se habían cerrado las puertas que daban a la calle y ya nadie podía entrar, se encedían todas las luces encandilando a los presentes y la orquesta de unos ochenta profesores vestidos con pelucas blancas y ropas dieciochescas, ocultos hasta ahora, estallaba literalmente con algún vals de Strauss (como Lava-Ströme Op. 74 "Corrientes de Lava", de 1850) y ahí la sangre comenzaba a hervir en los cuerpos y los corazones aumentaban su frecuencia de latidos. El viejo maestro, cuyo nombre no recuerdo, muy serio con su batuta de marfil, dirigía la inmesa orquesta pero sus ojos estaban fijos en el joven profesor flautista de 28 años que esa noche dormiría junto a él. Todos entonces prestos pero elegantes, dándose su tiempo comenzaban a bailar... aunque no todos. "La Mort Rouge" por André CastaigneParado en el primer descando de la inmensa escalera del foyer una figura alta y majestuosa observaba a los presentes. Estaba maravillosamente disfrazado; su disfraz representaba a un personaje tan conocido en esa época como hoy podría serlo el Hombre Araña: se trataba del protagonista de un cuento de Edgar Allan Poe, un cuento de la narrativa gótica aparecido en 1842, en la prestigiosa publicación Graham's Magazine: se trataba, ni más ni menos, de "la Máscara de la Muerte Roja". Había que reconocerlo. El disfraz no podía estar mejor hecho, no podía interpretar mejor el espiritu de Poe: el traje, similar a un mosquetero, con distintas telas bermellón, roja y colorada, cuajada de oro rojo y rubíes era algo que cortaba la respiración; los guantes y botas eran de cuero grueso teñido de rojo y el sombrero de alas muy anchas terminaba en un penacho de cuatro plumas del más fino ñandú africano - rareza total en esa época-. Una espada de acero toledano, con cazoletas de oro y plata y cinturon tambien rojo con tachas de pedrería terminaban su atuendo, pero lo que mas impresionaba, la obra maestra de aquel disfraz era la cabeza de muerto de "la Muerte Roja". Una cabeza de momia color pergamino, toda manchada que se veía en detalle ante la luminiscencia de las novísimas lamparitas eléctricas. Las arrugas parecidas a las que tienen las hojas secas en otoño, con sus nervaduras y tonos verduzcos surcaban aquel rostro imposible, los dientes pugnaban por mostrarse detrás de la membrana de cuero que tenía por labios. Nadie comprendía como se había logrado hacer el efecto de la falta total de la nariz ya que de perfil, aquel rostro se veía perfectamente liso. Y enmarcados por las cuencas perfectas de calavera, de calaca, los ojos centellaban, brillaban mucho más que las lámparas eléctricas echando chispas, pareciendo estos de oro, como esos ojos que suelen tener los hambrientos pastores de camellos del desierto de la lejana Libia. Primero algunos bailarines lo observaron y comentaron con sus parejas la extraña aparición que, gracias a los tacos parecía tener más de dos metros de altura. En su mano derecha llevaba un magnífico bastón de época, color rojo, con una víbora dorada enroscada. A los veinte minutos, cuando el vals cesó para que los bailarines se convirtieran en comensales sucedió algo inusual; nadie se abalanzó ni rápída ni discretamente a las magníficas mesas pletóricas de manjares, no... todos observaban al peculiar disfrazado. La altisima figura comenzó a descender. La gente lo rodeó con cierto temor cuando aún surcaba la escalinata, tratando de observar la perfección de la máscara; cuando se acercaban demasiado "la Muerte Roja" llevaba prestamente un dedo índice a lo que parecían ser sus labios y exclamó con una voz maravillosa y muy, muy profunda: - ¡No me toquéis! Al llegar al último escalón se paseó por el inmeso foyer y un invitado imprudente disfrazado de perro levantó imprudentemente su mano. Debajo de su máscara barata estaba Fifot le Fú, el idiota del barrio. Su mano quiso quitar esa máscara tan maravillosa, queriendo ver quien la portaba; como todo estúpido, era muy curioso, llegando incluso a la base del cráneo y no encontrando la ranura de la máscara. Sacándose el guante con la rapidez que lo haría un prestidigitador, "la Muerte" lo asió por la muñeca con otra mano, huesuda, de esqueleto, amarilla y que al desnudarse lanzó baharadas de olor a muerto y apretó brutalmente. Fifot lanzó un agudo grito femenino y quiso soltarse. No pudo. El disfrazado colorado acercó su rostro cadavérico al de le Fú y este pudo oler su aliento de tumbas; ya no pudo contener sus grititos histéricos. La gente se horrorizó, solo el grupo de enanos de la Opera se reía; eran tan estúpidos como Fifot le Fú. Cuando abrió en abanico su mano de huesos, el idiota salió corriendo arrojando su máscara de perro, y diciendo incoherencias. - ¡Está frío, es un muerto, no tiene máscara, no la tiene; es su verdadera cara... que frío que está! Quiso salir a la calle pero la inmensa masa de Monsieur Cordell y dos "garde de corp" más enormes y masivos que él, lo interceptaron. - ¡Ah, un "evaseé"! ¿Queriendo pasar por caballero, pero... pero miren quien es? ¡Monsieur Fifot! Entonces todos rieron. Sabían qué destino cruel le esperaba y eso divertía a esa gente brutal. No a Cristina, que en su traje de Colombina miraba triste la escena. Cordel, el bruto atrapó al idiota por el cuello y lo levantó en el aire llevándolo hacia una pequeña puerta. Sus compañeros reían, gozando con anticipación. Dos horas después el carruaje de la basura llevaría el cadáver de le Fú con todos sus huesos rotos rumbo al vaciadero municipal; sería la primera vez que un carruaje lo trasnportara gratuitamente. La orquesta atronó esta vez una mazurca y todos se aprestaron a bailar sin detenerse a pensar como "La Muerte Roja" había desaparecido como por arte de magia. Capítulo 15, II parte: De el Daroga y Raúl tras el Fantasma y Cristina abducida por el Ángel de la Música...
"En un recodo - uno de los tantos ornados y bellos, un oculto recodo al lado de la escalera central- se econtraron, por fín, la Colombina y el Pierrot; no se buscaron pero una vez más obró el milagro esa extraña atracción parecida a un imán que, a veces, se produce entre los verdaderos enamorados. Casi chocan y, cuando establecieron contacto visual, ambos balbucearon sonidos sin importancia. Porque la música, las luces, el entorno, sus propias voces, desaparecieron y solo atinaron a algo; no tenían otra opción, era algo ajeno a ellos, abrazarce estrechamente y besarse más estrechamente aún en un beso puro y pasional no influenciado por la visión de otros besos. Ese beso fué como un contrato matrimonial porque estableció de un modo totalmente animal que jamás Cristina y Raúl estarían separados". Este bellísimo pasaje de la vida de estos amantes me lo envió la señora Trejolié Fouqueau de Vallejo y Miranda, de 78 años, viuda de Christian de Vallejo y Miranda, nieto de Raúl (en verdad, Vizconde Raúl Vallejo y Miranda, Vizconde de la Casa de Alba), fallecido en 2013, durante la confección de esta biografía. La sra. Trejolié, como su nombre lo indica es una persona muy entusiasta, conocedora de la historia del abuelo de su marido y muy, muy colaboradora con esta obra. Tiene en su poder, pañuelos, atuendo, flores secas y cartas que no quise reproducir para no aburrirlos; esta no es solo una historia de amor si no de crímenes y horror. Ella escribió estas palabras tan hermosas. Ahora sí, continúo con el relato: Cuatro ojos observaban cual voyeurs a los amantes que se entregaban uno al otro apasionadamente. Un par eran los de Hassim Al Rajed, El Daroga. El otro estaba vestido de rojo y su cara de calavera lloraba con gesto espantado. Como estaba prohibido no disfrazarse aquella noche, que antecedía la Gran Gala Anual, El Daroga llevaba, además de su fez, su antigüo traje de gala de policía de la Isla del Diablo que ya en esos años pasaba por disfraz. Se separaron por fín y, culpables, cuchichearon, se dieron una cita y se separaron. Cristina rumbeó para la garita de camarines donde solicitó su llave; no era raro ya que muchas figuras de la casa iban a los camarines al baño, a retocarse o descansar un rato. Raúl, en cambio, torció hacia la gran escalera pero una máno férrea lo agarró de un brazo. El Vizconde no estaba acostumbrado al contacto físico y miró con sorpresa y furia a ese hombre de su altura de piel atezada y aspecto árabe. Lo que pasó en este lapso no lo sé ni lo sabe nadie. Seguramente se presentaron y el policía le contó la historia de Karbur, el Espanto, Lumley Nerú. Lle reveló que el Fantasma de la Opera no era ningún fantasma si no algo mucho más peligroso. La primera reacción de Raúl fue, seguramente, correr en búsqueda de su amada y el Daroga, armado, lo siguió detrás. Les costó un rato convencer a la señora Chatellier, portera de camarines, de la necesidad de entrar al laberinto de pasillos y solo cuando el Árabe mostró su antigua credencial (un escudo policial con un hermoso gallo en bronce y plata adheridos a un carnet de cuero negro) se les franqueó el paso. Desesperados, recorrieron los confusos pasillos mirando los números en los coquetos óvalos esmaltados sobre las puertas verde viejo. Se tropezaban a cada rato con otros disfrazados, varias "lauchitas", las bailarinas del coro, quinceañeras algunas y totalmente borrachas; amenazantes enmascarados que merodeaban quien sabe con qué intenciones; músicos, profesores, ya vejestorios con los labios pintados y mohines equívocos; gordos inmensos; enanos que miraban constantemente debajo de las polleras y se tocaban sus partes pudendas; gente que hablaba sola... en fin, imagínense ustedes como calificar todo aquello. Pero al alejarse de los camarines principales, cada vez había menos cantidad de gente, como si fuera una calle céntrica que se acerca al arrabal, hasta que llegaron a un sitio donde terminaba el corredor, justo donde las chicas del coro vieran aquella vez al Fantasma, cuando éste desapareció en la pared. Entraron en un cono de sombras y de pronto... todo se iluminó de rojo. "La Máscara de La Muerte Roja", en toda su majestad, con los ojos rojos, llorosos y centellantes, los señalaba acusadoramente con su dedo de hueso. Primero vino el sobresalto y refrenaron en su carrera. Luego Hassim Al Rajed sacó su revólver Smith & Wesson corto (él mismo había aserrado su caño, anticipandose medio siglo a tal mejora), empavonado, calibre 38. No pensaba tirar pero no hubiera tenido tiempo igual. Con su voz única, ahora cavernosa, amenazante y con una nota de angustia, dolor y llanto, casi gritó: - ¡No me toquen, no toquen lo mío! Y haciendo el gesto universal de silencio con su dedo cadavérico, cruzado sobre su remedo de boca donde se veían, apretados y por transparencia, su deforme dentadura, con un último destello de sus ojos... simplemente, ¡desapareció en el muro! Ellos, como haría cualquiera, se acercaron y comenzaron a tocar el muro y, al igual que las "lauchitas", no encontraron nada. Pero el Daroga con su entrenado ojo de policía vio una falla, una división inusual en las piedras del piso y sacando un inusual cortapluma trató de hurgar en ese resquicio. Ya era era tarde y el piso desapareció bajo sus pies, se replegó hacia un costado con un mecanismo parecido a un abanico y ambos cayeron brutalmente unos cinco metros hacia un subsuelo. El piso volvió inmediatamente a desplegarse como el abanico de una jóven coqueta y todo quedó en silencio. En otro sitio, no lejos de allí, de los sótanos en un cuarto lleno de palancas y controles, total e impúdicamente desnudo, como momia sorprendida en su pudor por un grupo de arqueólogos desaprensivos, Erik tosió algo parecido a una voz y murmuró: - Trampas, trampillas, muelles, resortes, escotillones, engranajes, artilugios, pivots, ejes... ¡Ejes! A tres metros de allí unas ratas mordisqueaban el magnifico disfraz de "la Muerte Roja". Era su última muda, la última vez que el gusano dejaba su crisálida. Ya nunca más se convertiría en otro; lo había decidido al ser testigo de aquel beso. Cristina entro en su camarín se reclinó en el sofá. Luego de un rato, algo recuperada, se incorporó, tomó de su roperito un deshabillé y se quitó su disfraz de Colombina, quedando desnuda como un lágrima. La Srta. Daeé, como ya conté en capítulos pasados, había sido modelo de artistas y tenía un cuerpo perfecto y al desnudarse su blancura pareció iluminar el oscuro camarín. Se miró al espejo con su larguísima cabellera rubia cayendo a un costado y se pasó las manos por su cuerpo... pensaba en Raúl. La voz de "el Ángel de la Música" la sobresaltó y asustó pero, cosa curiosa, no la movió a cubrirse. Es que ella estaba segura que su interlocutor era un ángel. - Cristina: las cosas se salieron de ruta. ¡Tu carrera peligra! ¡Peligra! Tu maravillosa voz, tu carrera caerá al fango y entonces ¿qué será de ti? ¿Obtendrás un puesto de portera en la Opera? ¿O terminarás a los cuarenta años como fregona? Cristina, como siempre, se sentía transportada y sosegada ante esa voz única. Miraba su propia figura poniéndose el deshabillé rosado con adornos florales y muy transparente y quiso reprocharle el suceso de Perrós-Garros (la viuda Trejolié me corrigió esto último: es "Perrós-Girec", disculpen), su agresividad, pero curiosamente lo olvidó. Se cree que Lumley Nerú, cuando estudiaba su "Arte Negro" aprendía en realidad alguna forma muy primitiva de psicoanálisis e hipnotismo, entre otras habilidades. Cristina tenía emociones encontradas, confusas... sintió por ejemplo cierta culpa al sentir placer - placer físico - ante la voz de Erik. Esta misma voz tan convincente, le apostrofó: - Mi intención es convertirte en una cantante única, una auténtica Prima Donna. No como Carlotta sino alguien con más carisma, mejor presencia escénica, con una voz como jamás existió... veo en ti la arcilla para esa obra de arte, Cristina. No te niegues. No tienes derechos sobre ti porque tu misión es alcanzar la Luz, el puesto más alto, lo mejor. Para eso debes entregarte ahora mismo a mi protección, cuidado y disciplina. En cuerpo y alma... deja que yo te guíe. Nadie lo hará mejor, soy "el Ángel de la Musica", el que adoraba tu padre y todos los grandes músicos. Déjate llevar, no pienses, no tengas voluntad, sigue tus instintos. Cristina se calzó sus zapatillas de baile rosas con el monograma bordado en dorado "O.P." (Opera Garnier) y caminó como un autómata hacia el espejo, las luces eléctricas titilaron un poco facilitando el truco, porque pareció que la joven se fundía con su propia imagen y luego el espejo solo iluminó el pequeño cuarto y las luces titilando aún se apagaron por completo. Pivotes, ejes... Capítulo 15, III parte: De una cámara de tormentos, la Gran Gala Anual y un hambre saciada a costa de qué...
Muy maltrechos Raúl y el Daroga se incorporaron y casi al unísono trataron de ayudarse uno al otro, en aquella oscuridad absoluta donde se percibía un quedo olor a sudor, a hierro, moho, humedad y otro que el policía trató de identificar y lo hizo prontamente: a muerte... No estaban heridos, solo los huesos dolían bastante por la caída sobre un piso que parecía de chapa. Buscaron en sus bolsillos buscando fósforos, pero no los tenían. - Raúl, pase lo que pase, guarde la calma. Sé que es valiente pero ni tema ni sea temerario; nos estamos enfrentando no a un fantasma sino solo a un hombre. Uno que es el rey de los criminales, sí, pero que es tan solo un hombre. Raúl no necesitaba este consejo de el Daroga pero se lo agradeció. Pensó que si lograban sobrevivir, aquel enigmatico personaje sería un gran amigo suyo. La voz atronó y los sobresaltó hasta el punto que el árabe sacó su revólver y apuntó a la nada, porque la voz parecía venir de todos lados. - Raúl, Daroga: son mis prisioneros, me desobedecieron y, claro, tendrán que pagar su insensatez. Cristina tambien es mi prisionera. - ¡Maldito! - gritó, fuera de si, el Vizconde y otra vez la mano de acero de su compañero le hizo recobrar la cordura. - ...claro, ella es una prisionera de otra clase: porque a ella no la mataré, torturaré ni le haré daño alguno; solo la convertiré en la mayor Prima Donna que vio el mundo, les digo esto para que comprendan que vuestra muerte no será en vano. ¡Ha ha ha! Generalmente uno asocia la risa con la alegría, el chiste, el placer... pero no. La risa del Fantasma era el estertor de un muerto, algo parecido a un último suspiro, al sonido que hace una herida al abrirse y arrojar las vísceras por ella. Algo, en fin, horrible. - Lumley, me debes una, ¿recuerdas? Eres un hombre de honor, como muchos ladrones y criminales. - No lograrás enojarme Daroga. Tus recursos policiales son arcaicos para mi... Sí, te debo una, es cierto y además te aprecio pero... ¿qué es eso de revelar mi identidad delante de extraños? ¿Qué es eso de espiarme? El policía tenía la experiencia necesaria para saber que el deforme había perdido la calma, estaba fuera de sí; nunca lo había visto en esa actitud y sus temores por él mismo y por la pareja crecieron significativamente. - Lumley... Erik: no te erijas en Dios, no hagas más daño. Si no quieres, no te entregues a las autoridades, yo no te delaté ni lo haré, lo sabes bien. Pero no puedo permitir que sigas cometiendo crímenes atroces. - ¡No te metas en mi vida, no me toquen; no toquen lo mío! ...trampillas, resortes, pivots... - ¿Qué dices Erik? Calma tu ira, deja ir a esta pareja de jóvenes y quédate aquí, en tu casa, gozando de lo que más amas, la música, el Arte. - ¡IMPOSIBLEEEE! Justamente amigo es de la música de lo que me estoy ocupando, en plena tarea; construyendo, mejorando el vehiculo de ese Arte que tu dices. Cristina tiene la materia prima y yo soy el artífice. Raúl se quebró, se puso a llorar (esto me lo contó la señora Trejolié y me dijo que dejaba a mi criterio si publicarlo o no; me dijo que a su marido, nieto de Raúl, no le hubiera gustado pero yo la convencí que esto hacía más humana la figura del Vizconde de Chagny). Lloró amarga, audiblemente. El Daroga le puso una mano en el hombro. Sucede que el llanto de un hombre conmueve más por la ridícula creencia que somos más fuertes. La voz terminó el diálogo aquel: - Lo lamento Vizconde, créame... pero es esta una empresa muy grande. Y el ruido metálico de un escotillón al cerrarse de golpe creó una serie de ecos que mostraban lo enorme de aquel lugar, de aquel sótano ignoto. Cristina parpadeó. No recordaba mucho. Solo que estaba hablando frente al espejo de su camarín. ¿Dónde estaba? Su corazón, pese a la placidez del lugar, comenzó a latir fuerte. Su cuerpo descansaba en una cama con forma de góndola, rodeada de colgaduras negras en un negro cuarto de piedra. A su lado, un negro ataud oficiaba de una segunda cama sobre columnas de cromo, iguales a las de los velatorios (esa era la cama de Erik; no abundo sobre este tema porque me tomaría mucho tiempo así como tampoco lo hizo Leroux en su inmortal folletín). Los únicos objetos en aquella enorme habitación iluminada con velas de cera amarilla y aroma a almizcle, eran algunas mesas y roperos negros de ébano, una alfombra muy gastada con motivos búlgaros en negro y verde oscuro y algunos cepillos, botellitas y la consabida jarra con su palangana de porcelana; esto último era "la ducha de los pobres". La joven se incorporó y se calzó sus zapatillas de baile. Tenía un hambre atroz, señal de que había estado mucho tiempo dormida. La figura alta apareció de repente frente a ella ataviada con una robe de chambre negra y su máscara de cartapesta con el velo sobre la boca y un gorro redondo. ¿Quién era? No podía ser el "Ángel de la Música". Se lo veía bien terrenal con sus botas de cuero y sus guantes del mismo material. Portaba con la majestad de un mayordomo inglés una bandeja de plata con platitos del mismo metal cuajados de frutas, masitas y sandwiches de pan de centeno jamón y autentico queso Roquefort, mermelada de grosellas, panes diversos, una azucarera, un jarrito de leche humeante, una taza de porcelana llena de café con el monograma "O.G" grande, igual que las servilletas y un florerito, también de plata con una fúnebre cala. Cristina quiso protestar, pedir explicaciones pero el aroma de la vianda la desarmó... Se sentó en una mesita color negro y se dispuso a comer, la figura le habló: - Cristina, es un honor tenerte en mi casa. Come, nútrete, nutre tu cuerpo que de tu Alma me encargaré yo. Hoy mismo reiniciarás tus lecciones. La sensación del hambre saciada es única, relajante. Eso unido a la voz magnífica, envolvente, protectora, dominante, obraron un milagro de voluntad; Cristina casi no pensaba; solo recibía sensaciones. Pese a el hambre ella comía como la Lady que era, pausadamente, masticando acompasadamente y a medida que su hambre iba extinguiéndose sentía un estado muy agradable, como de paz; las gotas de metadona en la leche (vehículo ideal para tóxicos, venenos y soporíferos) tambíen colaboraban a ello. No se dió cuenta - o sí; no hay manera de averiguar más en este relato también de Mme.Trejolié - que un seno de marfíl casi se asomaba por su escote. La mirada de Erik centelló pero imnediatamente dió una media vuelta y desapareció. Nno era esa la finalidad del rapto. Cuando repuesta luego de visitar el lavabo con un modernísimo inodoro de sifón de porcelana con flores impresas y en relieve, un espejito oval, las pardes de blancos azulejos y todo lo necesario para la higiene, sin faltar la consabida jarra y palangana con permanganato. Limpia, perfumada y también dopada Cristina caminó por el amplio dormitorio-salón, aunque el baño era un reducto totalmente femenino, parecía haber sido hecho para ella. El resto de la vivienda tenía todo el estilo de un castillo inglés: pesados gobelinos en las paredes de piedra (Leroux relata que esos sótanos se descubrieron al hacer los cimientos de la Opera Garnier; eran catacumbas de la época romana, minas de piedra caliza, túneles y cuartos antiquísimos quizas del 800 o 900 de la Era Cristiana, comunicados con los muelles del Sena y hasta con la medieval Catedral de Notre-Dame), pesados muebles de ébano, panoplia de armas, estantes de pipas, habanos y tabacos, incluyendo a los modernísimos cigarrillos, cabezas de ciervos, lobos y hasta la de un inmenso, gigantesco jabalí. En el ambiente austero flotaba un masculino olor a tabaco y maderas. Según Freud, la mujer es receptora de estas sensasiones: se siente protegida, se siente niña ante el macho dominante en estos ambientes y Cristina no era la excepción... Fumando una larga, curva - y algo ridícula o por lo menos exótica - pipa, Erik estaba absorto frente a una mesita muy ornada que terminaba en un cofre o receptáculo. Fumaba hachís, muy de moda en el París finisecular. Ella se acercó y sin saber muy bien porqué apoyó su mano en el brazo del Ángel de la Música. Este puso la suya, enguantada en cuero y ella, al sentir su funesta frialdad, retiró automáticamente su mano de nácar. - Mira niña, levanto la tapa de este cofre y ¿qué ves? - Oh... ¡qué hermoso! Un escorpión de hierro. Parece real y un... ¿cómo se llama? ¡Un saltamontes! - Sí, Cristina. En este lecho de arena descansan dos autómatas. ¿Sabes lo que es eso? Claro, están "de moda" - dijo Lumley Nerú con cierto desprecio. Él era un purista, un tradicional. Aborrecía las "modas". - A mi me atraen - continuó el Fantasma - los estudio ¿sabes? Ya los griegos y romanos los fabricaban. Fuentes y artilugios en el Circo Romano, siniestros automatismos de ejecución. Cristina estaba arrobada, se sentó y entonces la figura le pareció aún más alta. Se sentía pequeña, una niña. Se olvidó de "su Raúl", que estaba tan cerca... a solo unos metros, junto al Daroga. - Luego - dijo Erik sintiéndose por primera vez rumboso, un "hombre de Mundo" - vinieron otros artesanos maravillosos, como los japoneses y sus autómatas de madera, los karakuri, juguetes inocentes, en realidad... Bueno, luego Frederick Von Knauss y sus muñecos escritores, dibujantes y pintores... Fabergé y sus huevos mecánicos. El que más me inspiró a mi fue Pierre Jaquet-Droz y sus pianistas y arpistas y, claro, el Turco Ajedrecista de Wolfgang Vön Kempeler de quien compré, bah, "tomé" toda su biblioteca de 1769. Suele suceder que las mujeres escuchan con fingida atención a sus hombres, aunque estos hablen de fútbol, armas, situaciones totalmente ajenas a su interés; es esta una atención sexual, romántica, pero una atención al fin.... - Hace unos 30 años - continuaba exaltado, el Monstruo - me converti yo también en un Maestro de Autómatas, mi experiencia en Lutería me ayudó mucho, mucho. - Pero, entonces Maestro - ya no dijo "Ángel" comprendiendo que su interlocutor era un ser humano y lo clasificó como su instinto se lo dictó - ¿usted es como yo, una persona real? - Sí pero no viene al caso. Soy tu Maestro, sí, así que presta atención a esto. Ante ti está una pieza de automatización parecida a unas llaves. Mirá te mostraré algo, ven, ven... Se quito su robe y descubrió debajo un magnifico frac de seda que cubría su flaquísima figura, solo tenía algo disonante: su camisa era negra y no blanca. De un perchero tomó una amplia capa y se cubrió con ella. No hacía frío en esas profundidades pero igual a esa altura de la estación se usaba ese atuendo: era una capa ligera de seda opaca. Y sacándose el gorro que al igual que otro, el de dormir, largo, con un pompón en la punta era el que se usaba de entrecasa, se puso un amplio chambergo de alas flotantes. Entonces, como en una ceremonia, Erik estiró doblado su brazo, rígido y Cristina, naturalmente apoyó su mano como se acostumbraba en las ceremonias oficiales. Caminaron pomposamente unas cuadras en aquella nave inmensa hasta llegar a una escalera de caracol. El hombre siempre debe ir adelante en una escalera (según el Conde Chicoff y su hija, muerta este mismo mes, de quien fui alumno), porque es sospechoso un hombre subiendo una escalera con las asentaderas de la mujer cerca de su rostro. Subieron mucho, bastante en realidad y llegaron a una plataforma pequeña de metal y a una pared en la que se abría una tronera, una escotilla de visión. Con cierta fuerza el hombre corrió la tronera y le hizo un gesto a Cristina para que se acercara y mirara. Casi se desmaya, pese a su estado, al ver lo que vio. Delante de ella se abría todo el paisaje de la Opera absolutamente llena de gente, todos de etiqueta, todo iluminado eléctricamente, los palcos reales estaban ocupados por las testas coronadas. Dominando la escena la Gran Lucerna de seis toneladas que todo lo iluminaba, por primera vez, con lamparillas electricas. La Gran Gala Anual. Era la Gran Gala Anual. Su embotada mente comprendió la importancia de ese suceso y también el tiempo que estubo dormida. Erik, casi golpeándole la nariz, cerró el escotillón con un tremendo estampido y ahora, más bruscamente, la tomó de una brazo y la hizo bajar, trastabillando la escalera, conduciéndola hacia otra pared más cercana, donde abrió otra escotilla. Y lo que vio Cristina alli, bueno... fue algo tremendo. Capítulo 15, penúltimo capítulo, IV parte: Donde la Lucerna, la cámara de los tormentos un escorpión y un saltamontes son peligros mortales....
Hacía una media hora había empezado a amanecer; pero no era un amanecer natural. Raúl y el Daroga, tensos en aquella oscuridad, vieron como un horizonte lejano donde el rojo, amarillo y naranja empezaban a presentarse en forma de colores crepusculares. Era muy realista aquel amanecer. Pero al rato, se percataron que estaban en un simple cuarto octogonal recubierto por ocho espejos. Dominando el cuarto había una extraña escultura: un árbol de hierro de unos ocho metros, sin hojas y con una horca de soga metálica en la más saliente de sus ramas. El instinto policial del Daroga Hassim Al Rajed hizo que se acercara a los espejos y los estudiara. Eran de un muy grueso cristal, pero aquí y allá estaba salpicado de pequeñas grietas, como si algún prisionero desesperado hubiera intentado romperlos para escapar. Cuando la iluminación fue total ambos comprendieron que aquello era una especie de cámara de torturas. Algo nunca visto. Fue en aquella luz semejante a la del sol, cuando todo se veía en sus mínimos detalles, que Cristina los vio. - ¿Qué es esto, por qué me muestra esto? Su cerebro se liberó inmediatamente de toda toxina. - Ven - dijo cerrando el visor - siéntate y, cognac mediante, déjame contarte tu misión. La sonámbula lo siguió, se sentó en una larguísima mesa negra y tomo la pompa, la esfera de cristal que Erik le ofrecía, con cognac "Napoléon" en su interior y bebió, esta vez con avidez, sin educación. - Tu destino será único. Alcanzarás el más alto estadío en esta casa... pero la pregunta es: ¿estarás siempre agradecida, sumisa a tu Maestro? ¿Vivirás pegada a él y sus enseñanzas? ¿Te perfeccionarás hasta el límite de tus posibilidades o en cambio... en cambio, elegirás lo mundano, vulgar e indigno? - ¿Qué? - ¡Muy sencillo! Vivirás, te casarás conmigo. ¿O prefieres la rebeldía inútil, una mala elección? Cristina quedó estupefacta. No podía pensar. - ¿Dudas? ¿DUDAS? Entonces no me queda otra opción que la de los resortes, trampillas, trampas, escotillones, trucos, artilugios, engranajes, palancas, pivots, ejes... ¡Ejes! Cristina se sobresaltó y en su estado indefenso se puso a llorar. Lejos de calmarse Erik la tomó de un brazo y la llevó a la mesita rematada en cofre donde vivían el escorpión y el saltamontes de hierro. - Te ahorraré energías, Cristina. No tendrás que pensar: en la cámara de los tormentos donde está tu Vizconde y mi amigo el Daroga el sol se elevó tanto, tanto, que pronto los quemará, igual que si estuvieran al mediodía en el Sahara... La Gran Lucerna de la sala de La Opera tiene un defecto, una fisura en uno de sus eslabones. ¡Ha ha ha! - el ataque de risa hizo caer unas lágrimas por la hojarasca de sus mejillas - ...y podría caer en plena función! Oh, que terrible sería, como lucrarían Le Figaro y otros pasquines con esa noticia. ¡Oh, ha ha! - Pero también la gran araña puede permanecer en su sitio y estos dos hombres salir en libertad si tu giras el insecto correcto. Uno es un arácnido pero no viene al caso... porque en esta ruleta, en esta lotería hay una tercera opción: ¡la santabárbara! Aturdida pero sabiendo que estaba asistiendo a un momento crucial, Cristina preguntó que era eso: la santabárbara. - Ah... mi inocente niña... ustedes las mujeres solo se interesan en la costura, la limpieza, la virtud... aparente, la moda y otras banalidades. Nosotros los varones cuidamos de todo lo que es seguro en el mundo. ¿Estaremos equivocados? Digo esto porque cuando "adquirí" estas instalaciones, cuando las habité hace tanto, tanto tiempo, en el increiblemente seco cuarto subsuelo me encontré con un tesoro olvidado: ¡un polvorín! ¿Sabés Cristina lo que es eso? Es la reserva de pólvora que tiene todo ejército regular o no... La santabárbara, como decían los piratas, en definitiva 300 barriles colmados de pólvora negra. Se trata de la reserva de los sucesos de La Comuna hace veinticinco años atrás. Pero eso no importa, ahora son míos y los puedo detonar si me place... Con una lucidez envidiable la joven comprendió perfectamente la naturaleza de la coacción y fue entonces que sintió como el vello de la nuca se le erizaba. Mirándola fijamente detrás de su máscara de cartón con toda la pintura coartada sus ojos como de costumbre refulgieron y dijo: - Resortes, trampillas, trampas, escotillones, trucos, artilugios, engranajes, palancas, pivots, ejes... ¡Ejes! Y claro, eslabones, mechas, barriles, botones... espejos. No necesitó entender. Sabía que estaba frente a la más grande responsabilidad de su vida... y ante un peligro atroz. - Para poder elevarte al Cielo de La Música debo... desposarte; debes ser mía, mi mujer... sé que soy un muerto pero entonces tu debes serlo también... Y tocando un botón de algo que parecía bakelita un sector a la derecha de la cama, hasta ahora en sombras se iluminó y algo aterrador surgió: todo un ajuar, un manequí de cera muy parecida a Cristina llevaba puesto un vestido de novia pero color negro. En su regazo descansaba un ramo de funestas calas y calas también había por toda la habítación en floreros de plata idénticos a los que suele haber en los altares de criptas y mausoleos. Sobre las centenarias paredes de piedra de adoquín coronas también de calas presentaban un triste adorno, cintas violetas y moños igual hacían parecer aquello a un velatorio y unas falsas velas negras, con goterones estaban coronadas por coquetas y modernísimas bombillas eléctricas. Una especie de bruma, muy común en las cloacas producía una velatura en cualquier objeto que estuviera más allá de los tres metros. (Estoy luchando, mirando en las paredes los papeles pegados con cinta, clavados en mi tablero de corcho, las letras desprolijas de tiza en mi pizarrón y las fotos, las muchas fotos que me ayudan a ambientarme en 1894 y en aquellas personas. Una foto en especial, a veces me inquieta tanto que debo darla vuelta. Es el espantoso rostro de Karbur, El Espanto. También trato de poner en órden las coquetas cartitas de papel lila con tinta azul con los relatos de la Sra. Trejolié.) - Así que, Cristina, puedes decidirte ahora o... confiar en el Destino. En el juego y los autómatas, es decir en los palanquines, los ejes... bueno, tu sábes. Ella tenía en sus retinas la imágen de su Raúl y el Árabe de fez, en aquel extraño amanecer en el cuarto de los espejos. Sabía que su decisión tenía que ver con aquello. Y con aquello que le mostró que pasaba allí afuera, la Gran Gala, con el escorpión y el saltamontes. - Cristina, ven. Acércate y mueve estos punais ("bichos" en argot francés) y deja que el Destino... El Destino actúe (aquí la señaló igual que lo hiciera Lon Chaney en su versión fílmica de esta historia), como hace siempre. Te cuento: estos simples autómatas están unidos a resortes, trucos, artilugios... mechas, mechas que se encienden... eslabones que se rompen... resistencias que elevarán la temperatura del este bosque. Calma, no necesitas conocer estos adelantos, primos de la moderna electricidad. Como esos autómatas que giran y golpean con un martillo de hierro una campana, Erik giró sobre su eje y señaló la pared, detrás de la cual el calor era infernal y los dos hombres habían tenido que sacarse las chaquetas. El entorno era alucinante: las resistencias eléctricas hacían que el falso amanecer se convirtiera poco a poco en un mediodía de terrible sol y los espejos, además de reflejar el calor hacían que el árbol de hierro del centro se multiplicara mil veces. La sensación de estar en un bosque tropical era perfecta. - Si giras el punais acertado, esos hombres que ahora se están quemando, quedarán libres; si mueves lo que no debes mover, bueno... no estropeemos la sorpresa, ¡ha ha ha! La risotada movió el tul de su máscara y una baharada de olor a muerto llegó o le pareció a Cristina. Con un gesto de estudiada elegancia, como un bailarín esquelético o un espantapájaros, Erik la invitó a mover las figuras. - Tómate tu tiempo, tenemos todo el tiempo del Mundo, ¡ha ha ha! Esta vez fue un interruptor no tan moderno, de loza, el que hizo girar y otro sector, ahora a la izquierda de la cama se iluminó y reveló un magnífico y enorme órgano de 22 tubos de bronce brillante sobre una muy lustrada madera roja, con teclas de marfíl y botones enlozados que impresionó vivamente a Cristina. Parecía nuevo o muy cuidado. Un taburete bellísimo de ébano y terciopelo invitaba a Erik a sentarse así que, con majestad, quitándose su capa, lo hizo. Las versiones cinematográficas siempre sonorizan esta escena haciendo que el Fantasma toque: "Toccata & Fuga en Ré Menor" de Johan Sebastian Bach. Pero la Sra. Trejolié me aseguró que, por boca de su marido que a su vez había escuchado de su abuelo, lo que Erik ejecutó esa famosa noche fue el himno funerario gregoriano "Dies Irae", más apropiado para la macabra ocasión. Cristina volvió a mirar los punais metálicos, acercó su mano pero algo la hizo mirar al músico que levantando sus manos las bajó con cierta violencia hacía las teclas: el himno se elevó como el espeso vaho, como la pesada miasma de las cloacas dominando todo. Cristina estaba muy cerca, detrás de él, miraba sus hombros al moverse, cuasi convulsos, como iba de derecha a izquierda tocando el inmenso teclado en forma de medialuna. Miraba su gorro, su máscara... Cristina no supo como llegó a eso, qué la impulsó; quizás fué el himno fúnebre... De un tirón le arrancó la misteriosa máscara y el gorro redondo cayó rodando por el suelo justó en el momento en que la nota más grave imitaba a la perfección el sonido del ataud al cerrarse pesadamente y la más aguda el grito de la viuda que se mezcló con el mismo grito del Fantasma de la Opera. Ya la visión de la nuca, la semi calva cuajada de manchones marrones, rojos y sepia, los escasos cabellos largos y rojos y la piel tensa de tambor anticipaban el horror por venir. Erik rojo de ira giró sobre sus talones y Cristina estubo a punto de desmayarse. No, eso no era "el Ángel de la Música". Es inútil describir esa fisonomía , prefiero poner la foto original; la que tanto esperé para mostrar... y que en contados días, cuando se publique el último capítulo de este folletín, entregaremos al dominio público.
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